El Hotel Encantado
(The Haunted Hotel-1878)
Wilkie Collins
Hacia 1860, la reputación del doctor Wybrow, médico londinense, había llegado a su apogeo. Se decía que las rentas de las que disfrutaba gracias al ejercicio de su profesión eran las más altas que jamás médico alguno había obtenido.
Una tarde, a finales de julio, cuando el doctor había dado fin a su almuerzo tras una mañana intensa en su consultorio, y con una enorme lista de visitas para efectuar fuera de su domicilio que deberían ocuparle el resto de la jornada, el criado le anunció que una dama deseaba verle
-¿Quién es? -preguntó el doctor-. ¿Una desconocida?
-Sí, señor.
-No recibo desconocidos fuera de las horas de consulta. Dígale a qué hora puede volver y despídala.
-Ya se lo he dicho, señor.
-¿Bien... y qué?
-Que no quiere irse.
-¿Que no quiere irse? -Y el doctor sonrió al repetir las mismas palabras. A su manera, poseía un agudo sentido del humor, y en aquella situación había un aspecto absurdo que le divertía-. ¿Por lo menos ha dado su nombre esa obstinada señora? -preguntó.
-No, señor; no ha querido darlo... dice que no puede esperar, que el asunto es demasiado importante para aplazarlo. Está en la consulta, y no se me ocurre como echarla.
El doctor Wybrow reflexionó unos instantes. Su conocimiento de las mujeres (profesionalmente hablando) se apoyaba en una experiencia de más de treinta años; las había conocido de todas clases, especialmente de aquella que ignora por completo el valor del tiempo y que no vacila jamás en escudarse tras los privilegios de su sexo. Una mirada al reloj le convenció de que no podía demorar su excursión cotidiana a los hogares de sus enfermos. Decidió tomar la única resolución que le permitían las circunstancias. En pocas palabras: intentó escapar.
-¿Está el coche en la puerta? -preguntó.
-Sí, señor.
-Muy bien. Abra la puerta de la calle sin hacer ruido y deje a esa señora en la sala todo el tiempo que quiera. Cuando se canse de esperar le dice que ceno en el club y que luego iré al teatro. Y ahora, Thomas, despacito. Si hace ruido estoy perdido.
Y evitando ser oído tomó el camino de la escalera seguido de Thomas, que andaba de puntillas. ¿Sospechaba algo la dama que aun estaba en el salón? ¿Crujieron los zapatos de Thomas y ella tenía un oído extraordinariamente fino? Fuera como fuere, cuando Wybrow pasaba por delante de la puerta de la sala de espera ésta se abrió y apareció una dama que puso una mano sobre el brazo del doctor.
-Le ruego, caballero, que no se vaya sin haberme oído antes.
El acento era extranjero; el tono decidido y firme. Sus dedos asían suave, pero resueltamente, el brazo del médico.
Ni su lenguaje ni su acción produjeron en el doctor el menor efecto capaz de detenerle. Lo que le hizo hacerlo en el acto fue la muda petición inscrita en su rostro. El notable contraste entre la palidez cadavérica de su cara y la extraordinaria vida de sus grandes ojos negros, de brillos metálicos, le dejaron literalmente hipnotizado. Vestía de oscuro, pero con sumo gusto; era de mediana estatura y no aparentaba tener más de treinta o treinta y dos años. Su nariz, su boca y su barbilla eran finas y de formas delicadas, como las que se encuentran con mayor frecuencia entre las mujeres extranjeras que entre las inglesas. Era indiscutiblemente hermosa, con el solo defecto de su terrible palidez, y el menos perceptible de la ausencia de ternura en la expresión de sus ojos. Aparte de la primera impresión de sorpresa, el sentimiento que produjo en el doctor puede describirse como una punzante curiosidad profesional. El caso podía proporcionarle algo enteramente nuevo en su práctica médica.
-Si es así -pensó-, nada se pierde en esperar.
La dama comprendió que había causado en él una fuerte impresión, y retiró su mano.
-Usted ha consolado a muchas mujeres desgraciadas en su vida -dijo-. Hoy me toca a mí.
Y sin esperar la respuesta, se introdujo en la sala.
El doctor la siguió y cerró la puerta. La colocó en la butaca destinada a los enfermos, frente a la ventana. Un sol estival penetraba por los cristales, hermoso y brillante, ignorando que estaba en Londres. La luz radiante la envolvió por completo. Sus ojos la afrontaron imperturbables, con la inflexible fijeza de los de un águila. La palidez de su rostro parecía más intensa que nunca. Por primera vez en su vida, el doctor sintió como se aceleraban sus pulsaciones en presencia de un enfermo.
Tras haber logrado que la escuchase parecía, cosa muy extraña, no tener nada que decir al médico. Una singular apatía se había apoderado de aquella mujer resuelta. Forzado a hablar primero para romper el hielo, el doctor le preguntó en qué podía servirla.
El sonido de su voz pareció despertarla. Con la mirada aún fija en la luz, dijo bruscamente:
-He de hacerle una pregunta embarazosa.
-¿De qué se trata?
Los ojos de la dama fueron despacio de la ventana al rostro del médico. Con voz calmada planteó la pregunta embarazosa en estos extraordinarios términos:
-Quiero saber si corro peligro de volverme loca.
Cualquier otro se hubiese reído para sus adentros, o quizá se hubiese sentido alarmado. El doctor Wybrow tan sólo experimentó una decepción. ¿Era aquel el caso raro que se había prometido, juzgando temerariamente por las apariencias? ¿Iba a ser aquella nueva paciente tan sólo una hipocondríaca, cuya dolencia resultaría ser un desarreglo del estómago o simple debilidad mental?
-¿Y por qué ha venido a consultarme a mí? -le preguntó secamente- ¿No es mejor que acuda a un especialista en enfermedades mentales?
La respuesta no se hizo esperar.
-Si no lo he hecho es porque no me convenía un especialista... tienen el fatal hábito de juzgarlo todo desde el punto de vista de su especialidad. Acudo a usted porque su casa es una excepción a la regla general, y también porque usted tiene fama de descubrir las dolencias más misteriosas. ¿Está satisfecho?
Estaba más que satisfecho. La primera idea, después de todo, había resultado correcta. Además, estaba perfectamente dotado en cuanto a sus habilidades científicas. Su especialidad, que tanto dinero y fama le había proporcionado, era precisamente la de descubrir enfermedades insospechadas. En eso no tenía rival entre sus colegas.
-Estoy a sus órdenes -dijo-. Veamos si es posible saber de lo que se trata.
La sometió a un prolijo interrogatorio. Todo fue pronta y claramente contestado, y el doctor sacó en consecuencia que la salud de aquella extraña dama, mental y físicamente, estaba en perfectas condiciones. No satisfecho con las preguntas, examinó cuidadosamente los principales órganos responsables de la vida. Ni su mano ni el estetoscopio descubrieron nada que señalase la menor alteración. Con la admirable paciencia y el tacto que le habían distinguido desde que era estudiante, procedió a una exploración tras otra. El resultado fue siempre el mismo. No sólo no se advertía ninguna tendencia al padecimiento de trastornos mentales, sino que ni tan siquiera se detectaba el menor desarreglo del sistema nervioso.
-No encuentro nada que justifique sus temores -dijo-. Ni hallo una explicación a su extraordinaria palidez.
-La palidez no significa nada -replicó con impaciencia la desconocida-. Siendo niña escapé milagrosamente de la muerte a causa de un envenenamiento. Desde entonces no he recuperado el color, y mi tez es tan delicada que no puedo ponerme afeites sin que me salga un sarpullido. Pero esto es lo de menos. Yo necesito una opinión definitiva. La verdad, yo creía en usted, pero he sufrido una decepción -inclinó la cabeza sobre su pecho-. ¡Y así acaba todo esto!- dijo amargamente.
El doctor se sintió impresionado. Aunque tal vez sería más acertado decir que su orgullo profesional estaba un poco herido.
-Puede acabar de otro modo -dijo-, pero usted tendría que ayudarme.
Ella le miró con ojos centelleantes.
-Hable claro -dijo-. ¿Cómo puedo ayudarle?
-Francamente, señora mía, usted se me presenta como un enigma, y pretende que yo me las componga como pueda dentro de los límites de mi arte... éste puede ser grande, pero no lo es todo. Por ejemplo... puede haber ocurrido algo, algo que no tenga relación con su salud corporal pero que puede haberla alterado. ¿No es así?
Ella juntó las manos.
-¡Así es! -exclamó con vehemencia- ¡Empiezo a creer en usted de nuevo!
-Muy bien. Pero no puede pretender que yo descubra la causa moral que la ha trastornado. Sé que no hay causa material... Si usted no deposita en mí su confianza, no puedo hacer otra cosa.
La desconocida se levantó y dio unos pasos por la sala.
-Tendré confianza -dijo-; pero no mencionaré nombres.
-Ni hay necesidad. Sólo necesito conocerlos hechos.
-Los hechos no significan nada-contestó ella-. Pero le confesaré mis impresiones... seguramente me juzgará loca y soñadora cuando las oiga. No importa. Haré lo que pueda por satisfacerlo, y empezaré por los hechos. Pero créame, los hechos no le ayudarán mucho.
Se sentó de nuevo. De la manera más simple posible, comenzó a contar la historia más extraña que jamás oyera el doctor en toda su vida.
-Por lo pronto soy viuda, doctor -dijo-. Ése es un hecho; el otro es que me vuelvo a casar dentro de una semana.
Aquí se detuvo y sonrió; alguna idea cruzaba por su mente. El doctor Wybrow no quedó favorablemente impresionado por esta sonrisa: había en ella algo a la vez triste y cruel. Iniciada lentamente, había desaparecido de pronto. El doctor empezó a preguntarse si no hubiera hecho mejor huyendo. Apesadumbrado, se acordó de sus enfermos y de las dolencias que le aguardaban.
La desconocida continuó.
-Mi próximo matrimonio está relacionado con una embarazosa circunstancia. El caballero del que voy a ser esposa estaba comprometido con otra dama cuando me conoció en el extranjero. Esa otra es su prima. Inocentemente le he robado el cariño de su amante y he destruido sus esperanzas. Y digo inocentemente, porque nada me había dicho de su compromiso con ella antes de que yo le diera mi consentimiento. Sólo me lo confesó cuando nos reunimos en Inglaterra y él se dio cuenta de que yo podría enterarme. Me indigné, naturalmente. Me presentó sus excusas: me enseñó una carta de su prima en la que le devolvía su libertad y su palabra. Carta más noble y discreta no la he leído en mi vida. ¡Lloré al leerla... yo, que no tengo lágrimas para mis propias penas! Si en la carta ella hubiese dejado entrever alguna esperanza de reconciliación, yo me hubiese retirado. Pero su firmeza... sin ira, sin un reproche, deseándole a aquel hombre infiel que alcanzara la felicidad... Él imploraba mi compasión, insistía en lo mucho que me amaba. Usted sabe como somos las mujeres. Me estremecí y le escuché: sí. Así terminó. Dentro de una semana -tiemblo al pensarlo estaremos casados.
Y temblaba realmente: tuvo que detenerse un momento antes de continuar. El doctor, impaciente, empezó a temer que la historia fuera interminable.
-Perdóneme si le recuerdo que hay enfermos que me esperan -dijo-. Cuanto antes vaya usted al asunto, mejor para todos.
En los labios de la dama apareció de nuevo aquella triste y cruel sonrisa.
-Todo lo que le he dicho va al asunto -contestó-. Lo comprobará enseguida.
Y reanudó su relato.
-Ayer... no tema, no voy a extenderme mucho. Ayer yo había sido invitada a almorzar en casa de cierta dama. Una señorita, desconocida para mí, llegó a última hora, cuando ya habíamos abandonado la mesa y pasado al salón. Se sentó a mi lado y nos presentaron. Supe su nombre, de igual modo que ella supo el mío. Se trataba de la mujer a quién yo había robado su prometido; la misma mujer que había escrito aquella noble carta. Y ahora, présteme atención, no se impaciente. Debo manifestarle que yo no sentía la menor inquina hacia la joven que estaba a mi lado. La admiraba; y ella tampoco tenía nada que reprocharme. Esto último es muy importante, como verá. Yo estaba segura de que le habrían explicado el asunto tal y como era, y que ella habría admitido que yo no merecía censura alguna. Y a pesar de todo ello, al levantar los ojos y tropezar con los de aquella mujer mi cuerpo se heló de pies a cabeza; temblaba y sentía escalofríos. Por primera vez en mi vida experimenté un pánico mortal.
El doctor comenzó a sentirse interesado.
-¿Había algo singular en el aspecto de esa señorita? -preguntó.
-¡Nada en absoluto! -fue la vehemente respuesta-. Su descripción corresponde a la de muchas damas inglesas: ojos azules, fríos y claros, tez blanca y sonrosada, maneras corteses y distantes, labios rojos, mentón redondeado; nada especial.
-¿Notó algo en su expresión la primera vez que la sorprendió mirándola?
-Tan sólo la que despierta, en cualquier mujer, aquélla por la que ha sido abandonada; y quizá algo de asombro por no ser yo, quizá, tan bella como ella debía suponer; pero siempre dentro de los límites de la buena educación, y durante pocos segundos, creo. Y digo esto porque la horrible agitación que me atenazaba no me permitía juzgar serenamente. ¡Si hubiera podido acercarme a la puerta habría huido, tan asustada estaba! Ni siquiera pude permanecer de pie; me dejé caer en mi silla, aniquilada de horror ante aquellos ojos azules que me miraban con amabilidad y sorpresa. Pero a mí me parecían los de una serpiente. Veía en ellos su alma, y cómo escudriñaba hasta el fondo de la mía. ¡Ésa era mi impresión, con todo lo que tiene de terrible y de locura! Esa mujer está destinada, sin saberlo, a ser el genio maléfico de mi vida. Sus inocentes ojos ven en mí una capacidad de hacer el mal que yo desconocía, pero que se despierta bajo su mirada. Si cometo alguna falta de hoy en adelante... incluso si llegase a perpetrar un crimen... ella lo habrá provocado, aunque haya sido sin pretenderlo. En un instante, indescriptible, comprendí todo esto... y supongo que mi rostro lo expresaba. Aquella cándida criatura se sobresaltó. "Me temo que hace aquí un calor excesivo. ¿Quiere mi frasco de sales?" La oí pronunciar aquellas amables palabras y me desvanecí. Cuando recobré el sentido, todos los comensales se habían ido; sólo la dueña de la casa estaba a mi lado. Al principio fui incapaz de articular palabra; la terrible impresión que he tratado de describirle regresó vívidamente a mi memoria. Tan pronto como pude hablar le supliqué que me hablase de la mujer a quien yo había suplantado. Verá, tenía la pequeña esperanza de que aquel buen carácter no fuera el suyo, que su noble carta fuera un modelo de hipocresía... en suma, que secretamente me odiara aunque fuera lo bastante astuta como para disimularlo. ¡Pero no! La dueña de la casa la conocía desde su niñez, se querían como hermanas... sabía que era tan buena, tan inocente, tan incapaz de odiar a nadie como el mejor de los santos que jamás haya existido. Mi última esperanza había sido destruida. Sólo podía hacer una cosa, y la hice. Fui en busca de mi prometido y le supliqué que me relevase de mi compromiso. Rehusó. Le declaré que recobraría mi libertad sin contar con su consentimiento. Me enseñó cartas de sus hermanos, de sus amigos, suplicándole que lo pensara mucho antes de hacerme su esposa; le contaban supuestas aventuras mías en Viena, París y Londres... un grosero tejido de falsedades. "Si te niegas a casarte conmigo", me dijo, "estarás admitiendo que estas acusaciones son ciertas. ¿O es que temes enfrentarte a la sociedad como mi esposa". ¿Qué podía contestarle? Tenía razón; persistiendo en mi negativa mi reputación estaba perdida. Consentí en que la boda se celebrara en el día fijado. Ha pasado una noche, y estoy aquí para hacerle esta pregunta al único hombre que puede contestarla: Por última vez ¿soy un demonio que ha visto al ángel vengador, o sólo una pobre loca, alucinada por una mente desequilibrada?
El doctor Wybrow se levantó dispuesto a dar por finalizada la entrevista. Lo que había oído le había causado una fuerte y penosa impresión. Cuanto más escuchaba, más terreno ganaba en su espíritu la convicción de que aquella mujer era perversa. En vano quiso pensar en ella como una persona digna de compasión, dotada de una viva y mórbida imaginación, consciente de que la capacidad para el mal duerme en todos nosotros, y que se esforzaba ardientemente en actuar a contracorriente de sus mejores sentimientos; el esfuerzo era superior a él. Un maligno instinto le gritaba al oído: "¡Cuidado con creerla!"
-Ya le he dado mi opinión -dijo-. No hay signo ninguno de desarreglo mental o de algo que haga temerlo. Por lo que respecta a las impresiones que usted me ha confesado, únicamente puedo decirle que su caso es de los que necesitan consejos espirituales mejor que médicos. De una cosa puede usted estar segura... lo que usted ha dicho aquí queda en el mayor secreto.
La dama le escuchó con ceñuda resignación.
-¿Eso es todo? -preguntó.
-Esto es todo.
Puso unas monedas sobre la mesa.
-Gracias, caballero -dijo-. Ahí tiene usted sus honorarios.
Y diciendo eso se levantó. Sus negros ojos miraban vagamente hacia algún lejano horizonte. Sus mirada era retadora, pero también desesperada. El doctor desvió la vista, incapaz de soportar aquella visión.
La sola idea de quedarse con algo suyo -no sólo dinero, sino cualquier cosa que ella hubiese tocado-, le sublevó. Sin mirarla, señaló el dinero.
-Recójalo. No tiene porqué pagarme.
La desconocida no le hizo caso. Fija la mirada, Dios sabe dónde, dijo lentamente, como si hablase consigo misma:
-Dejemos que llegue el fin. He luchado contra él; me someto.
Se echó el velo sobre la cara, hizo una ligera inclinación con la cabeza y salió de la sala.
El doctor agitó la campanilla y la siguió hasta el vestíbulo. Cuando el criado cerró la puerta, sintió de súbito una curiosidad irresistible. Enrojeciendo como un niño, ordenó:
-Síguela hasta su casa y procura averiguar su nombre.
Durante un instante el sirviente se quedó mirando a su patrón sin dar crédito a sus oídos. El doctor le señaló la puerta en silencio. El criado, ante el mudo mandato, tomó el sombrero y salió presuroso.
El doctor Wybrow regresó al consultorio. Diversos sentimientos convulsionaban su mente. ¿Es que aquella mujer había infectado de maldad su casa, contagiándole su perversidad? ¿Qué espíritu diabólico le había impulsado a degradarse así a los ojos de su sirviente? Se había conducido como un bellaco pidiéndole a un hombre que le servía fielmente desde hacía tantos años que se convirtiese en espía. Herido por ese pensamiento corrió al vestíbulo y abrió la puerta. El criado había desaparecido; era ya tarde para hacerle volver. Sólo podía hacer una cosa para obviar el desprecio que sentía por sí mismo: refugiarse en el trabajo. Subió al coche y empezó su ronda de visitas.
Si la reputación del famoso médico hubiera podido resentirse alguna vez, aquélla hubiese sido la indicada para ello. Jamás había sido tan poco perspicaz a la cabecera de sus pacientes. Jamás antes había dejado para mañana extender una receta o efectuar un diagnóstico.
Regresó a su casa más temprano que de costumbre, indeciblemente descontento de sí mismo.
El criado había vuelto. La vergüenza impidió que el doctor lo interrogara, pero el sirviente comunicó lo averiguado sin necesidad de que se le preguntara.
-Se trata de la condesa Narona. Vive en...
Sin esperar a oír donde vivía, el doctor asintió inclinando la cabeza y entró en el consultorio. El dinero que en vano había rehusado estaba sobre la mesa. Lo introdujo en un sobre y escribió sobre éste: "Para los pobres". Llamando al criado, le encargó lo depositase en la parroquia vecina a la mañana siguiente. Fiel a sus deberes, Thomas le hizo la pregunta de costumbre.
-¿El señor cena hoy en casa?
Tras vacilar un instante, contestó negativamente. Cenaría en el club.
De todas las cualidades morales, la que más fácilmente se descompone es la llamada "conciencia". En ocasiones la conciencia es el juez más severo para el hombre; en otras, él y su conciencia conviven en los mejores términos, como cómplices. Cuando el doctor Wybrow salió de su casa por segunda vez, ni siquiera trató de ocultarse que el único motivo que le llevaba a cenar al club era oír lo que el mundo sabía de la condesa Narona.
Hubo un tiempo en que la murmuración sólo podía encontrarse entre las mujeres. Hoy los hombres la manejan perfectamente, y el mejor lugar para ello es el salón de fumadores de un club privado. El doctor encendió un cigarro y echó una mirada en derredor. La sala estaba llena, pero las conversaciones languidecían. Mas, cuando preguntó si alguien conocía a la condesa Narona, el silencio se trocó en asombro. ¡Jamás nadie (y todos convinieron en ello) había hecho pregunta más absurda! Cualquier persona, por poco de mundo que fuese, conocía a la condesa. Aventurera, con una reputación de las más equívocas de toda Europa: tal era la descripción que se hacía de aquella mujer de palidez cadavérica y ojos centelleantes.
Descendiendo a lo concreto, cada miembro del club aportó su grano de arena al montón de escándalos a que había dado lugar la condesa. Era dudoso que se tratase, como ella aseguraba, de una dama dálmata. También era dudoso que hubiera llegado a casarse con el conde, cuyo nombre llevaba y del que se decía viuda. Era dudoso, además, que el hombre que siempre la acompañaba, y que se hacía llamar barón de Rivar y se presentaba como su hermano, fuese tal barón ni tal hermano.
Los rumores señalaban al barón como un tahur conocido en todos los garitos del continente. Las maledicencias aseguraban que su supuesta hermana había escapado milagrosamente de los tribunales de Viena acusada de complicidad en un envenenamiento; que en Milán se decía que había actuado como espía en favor de Austria; que su casa, en París, había sido denunciada a la policía por violar la prohibición del juego, y que su estancia en Inglaterra obedecía al descubrimiento de ese delito. Sólo uno de los presentes la defendió, señalando que su vida y acciones habían sido cruelmente desfigurados. Pero como aquel paladín era de profesión abogado, su defensa no convenció a nadie; además, su actitud correspondía al espíritu de llevar siempre la contraria que distingue a la gente de la toga. Habiéndosele preguntado por las circunstancias en las cuales la condesa iba a casarse, el abogado respondió de modo categórico que las creía altamente honrosas para ambos y que consideraba al futuro esposo un hombre digno de envidia.
Tras oír esto, el doctor despertó de nuevo el asombro de los reunidos al preguntar el nombre del hombre que iba a desposar a la condesa.
Sus amigos decidieron unánimemente que el doctor acababa de llegar de la luna, donde debía llevar viviendo al menos veinte años. En vano se excusó con cargo a los deberes de su profesión, asegurando que no disponía ni de tiempo ni de ganas para frecuentar salones y recoger sus habladurías. Un hombre que no sabía que la condesa Narona le había pedido dinero prestado a lord Montbarry, en Hamburgo, fascinándole luego hasta el punto de que milord pidiese su mano, era seguro que tampoco habría oído hablar del propio Montbarry. Los jóvenes socios, siguiendo la broma, enviaron a un criado a por el "Anuario de la Nobleza" y leyeron lo concerniente al caballero en cuestión, sin dejar de intercalar comentarios propios:
"Herbert John Westwick. Primer barón de Montbarry, de Montbarry, Irlanda. Nombrado par del reino por los valiosos servicios militares en la India. Nació en 1812..." Así, pues, tiene ahora cuarenta y ocho años, doctor... "Soltero..." La semana que viene se casa con la deliciosa criatura de la que hablamos, doctor. "Presunto heredero del título: el hermano menor de su señoría, Stephen Robert, casado con la hija menor del reverendo Silas Marden, párroco de Runnigate, de la cual tiene tres hijas. Son también hermanos de su señoría los mas jóvenes Francis y Henry, solteros. Hermanas: lady Barville, casada con sir Theodor Barville, barón, y Ana, viuda de Peter Nortbury, de Norrbury Cross". Conserve usted en la memoria toda esta familia, doctor. Tres hermanos y dos hermanas. Ninguno de los cinco asistirá a la boda, y ninguno dejará piedra por remover para impedir ese matrimonio. A estos parientes hostiles hay que añadir otro, una joven sumamente ofendida, que no se menciona en el libro.
Un súbito murmullo de protesta se elevó de todos los rincones, impidiendo que el discurso continuara.
-No pronunciemos su nombre; sería injusto tomar a broma esta parte del asunto; lord Montbarry no tiene más que una disculpa, ser tonto o estar loco.
El comentario había sido acogido con general aquiescencia. Confidencialmente, el socio que se sentaba a su lado explicó al doctor que la joven aludida era la que lord Montbarry había abandonado. Se llamaba Agnes Lockwood. Tal como era descrita la dama aventajaba a la condesa en atractivo físico, y era muchísimo más joven que ella. Aunque tendentes a disculpar las locuras que los hombres cometen a causa de las mujeres, la obcecación de Montbarry les parecía monstruosa a todos los presentes, incluido el abogado.
Aún era el tema de conversación el matrimonio de la condesa, cuando entró en el salón de fumadores otro socio. La conversación cesó de repente. El vecino del doctor le cuchicheó al oído:
-Es un hermano de Montbarry, Henry Westwick.
Al mirar en torno, el recién llegado sonreía amargamente.
-Hablaban de mi hermano -dijo-. No les importe mi presencia. Nadie le desprecia más que yo. ¡Adelante, señores... adelante!
Sólo el abogado se atrevió a hablar, empeñado en la defensa de la condesa.
-Sé que no comparten mi opinión -dijo-, pero no me cansaré de repetirlo. Creo que la condesa Narona está siendo tratada cruelmente. ¿Por qué no ha de llegar a ser la esposa de lord Montbarry? ¿Quién puede asegurar que le guía un móvil económico para casarse con él?
El hermano de Montbarry se dio vuelta con brusquedad.
-¡Yo lo digo! -exclamó.
La respuesta hubiese abrumado a cualquier otro. Pero el abogado se irguió, aceptando el combate.
- Al opinar así me fundo -prosiguió el abogado- en que milord dispone apenas de lo suficiente para mantener su rango, pues sus rentas provienen de fincas en Irlanda de titularidad compartida.
El hermano de Montbarry, sentándose, hizo un signo de asentimiento.
-Si milord faltara -continuó-, lo que podría heredar su viuda es una renta de cuatrocientas libras anuales con cargo al mayorazgo. Su pensión como retirado y demás asignaciones mueren con él. Cuatrocientas libras es todo lo que recibirá la viuda, si es que llegara a enviudar.
-No sólo eso -fue la réplica-. Mi hermano ha asegurado su vida en diez mil libras, que deben ser entregadas a la condesa el día de su muerte.
La noticia produjo honda sensación. Los presentes se miraban unos a otros pronunciando las palabras "¡Diez mil libras!"
El abogado, viéndose vencido, quiso caer con gallardía.
-¿Puedo preguntar quién ha impuesto esa condición en el contrato de matrimonio? -dijo-. Estoy seguro de que no ha sido la condesa.
-Fue su hermano -contestó Henry Westwick-, lo que viene a ser lo mismo.
Después de esto no había nada que añadir, cuando menos mientras estuviese presente el hermano de Montbarry. La conversación tomó otros derroteros, y el doctor regresó a su domicilio.
Pero su mórbida curiosidad acerca de la condesa no había quedado aún saciada. Se sorprendió preguntándose por qué la familia de lord Montbarry quería impedir aquel matrimonio. Más aun, sintió un irresistible deseo de conocer personalmente al prometido de la condesa. Todos los días, durante los pocos que precedieron a la boda, escuchaba con atención las murmuraciones del club con esperanza de obtener noticias nuevas. Pero nada ocurría, o al menos en el club no se comentaba nada. La posición de la condesa era segura; la resolución de Montbarry inquebrantable. Ambos eran católicos romanos, y la boda se celebraría en la iglesia de la plaza de España. Esto fue todo cuanto pudo averiguar el doctor.
El día de la boda, tras librar una pequeña batalla consigo mismo, sacrificó sus enfermos y sus honorarios y se encaminó con disimulo a la iglesia para presenciar la ceremonia. ¡Durante toda su vida se irritaría al recordar lo hecho aquel día!
La boda fue de una discreción extrema. Un carruaje cerrado se detuvo a la puerta de la iglesia; un grupo poco numeroso, formado por gente del lugar, principalmente mujeres ya entradas en años, estaba desperdigado por el interior del templo. Aquí y allá el doctor entrevió los rostros de algunos compañeros del club, atraídos como él por la curiosidad. Cuatro personas estaban frente al altar, los novios y dos testigos. Uno de ellos era una mujer de faz ajada que parecía ser la dama de compañía o la doncella de la condesa; el otro era su hermano, el barón de Rivar. Ninguno iba vestido de etiqueta. Lord Montbarry era un hombre de edad madura, de aspecto marcial, sin nada que le distinguiese de la mayoría de la gente. El barón de Rivar, por su parte, era un ejemplar representativo de otro tipo de hombre igualmente corriente. Con su bigote finamente afilado, sus ojos inquisitivos, su crespa cabellera rizada y la estudiada actitud de la cabeza, era idéntico a los centenares con que uno se tropieza en los bulevares de París. La única cosa destacable de él era más bien negativa: no se parecía a su hermana en lo más mínimo. Hasta el oficiante no era sino un inofensivo ser de aspecto humilde, que desempeñaba sus funciones resignadamente y luchaba con visibles dificultades reumáticas cada vez que tenía que arrodillarse. La única persona digna de atención, la condesa, alzó su velo una sola vez al inicio de la ceremonia, y no había nada en su sencillo tocado que atrajese una segunda mirada. Jamás, a los ojos del doctor, se había visto un enlace menos romántico que aquél. De vez en cuando, el doctor echaba una mirada a la puerta o a los claustros, como si presintiera vagamente la aparición de algún extraño que poseyera algún terrible secreto capaz de impedir la continuación del servicio religioso. Pero no ocurrió nada semejante, nada extraordinario ni dramático. Convertidos ya en marido y mujer, ambos desaparecieron, seguidos por los testigos, para firmar en el libro parroquial. El doctor, sin embargo, continuó en su puesto esperando obstinadamente que ocurriera algo.
Momentos después, los recién casados regresaron y atravesaron la iglesia. El doctor Wybrow retrocedió al verlos aproximarse pero, sorprendido y confuso, fue descubierto por la condesa. La oyó decir a su marido:
-Un momento, voy a saludar a un amigo.
Lord Montbarry se inclinó y se detuvo. Ella se dirigió al doctor, le tomó una mano y se la apretó con fuerza. El doctor advirtió como sus ojos centelleaban detrás del velo.
-Ya lo ve, éste es un nuevo paso en el camino que lleva al fin.
Había susurrado aquellas palabras, y después volvió a reunirse con su marido. Antes de que el doctor se hubiese repuesto, lord y lady Montbarry habían subido al carruaje, que se alejó al trote.
En el atrio de la iglesia aún estaban los tres o cuatro miembros del club que, como Wybrow, no habían resistido la curiosidad. Próximo a ellos esperaba el hermano de la novia. Era evidente que quería ver a la luz del día al hombre a quien su hermana había saludado. Sus atrevidos ojos se detuvieron en el rostro del doctor con recelo. Pero la nube se extinguió en el acto, el barón sonrió con encantadora cortesía, saludó al amigo de su hermana tocándose el sombrero y se alejó.
Los miembros del club se habían agrupado frente a la iglesia. Empezaron con el barón.
-Tiene el rostro de un bribón.
Continuaron con Montbarry:
-¿Y va a llevarse a Irlanda a esa horrible mujer?
-No... no se atreverá a presentarse con ella a sus arrendatarios... saben todo lo referente a Agnes Lockwood.
-Bien... ¿pero adónde irá?
-A Escocia.
-¿Querrá ella?
-No más que por una quincena; luego volverán a Londres y enseguida saldrán para el extranjero.
-De donde ya no volverán, ¿eh?
-¡Quién sabe! ¿Han observado cómo miraba a Montbarry cuando alzó su velo?. Era atroz. ¿No se ha fijado usted, doctor?
Pero, en aquel momento, el famoso médico se había acordado de sus enfermos y ya estaba ahíto de murmuraciones. Siguió el ejemplo del barón de Rivar y se marchó.
-¡Un nuevo paso en el camino que lleva al fin! -repitió mientras caminaba-. ;A que fin se referiría?
El día de la boda Agnes Lockwood, a solas en el saloncito de su casa londinense, se ocupaba en quemar las cartas de amor que le escribiera tiempo atrás Montbarry.
La condesa, en la descripción que había hecho de ella al doctor Wybrow, había pasado por alto la encantadora característica que mejor definía a Agnes: una forma natural de expresar su bondad y pureza que instantáneamente cautivaba al que la trataba. Representaba menos edad de la que tenía. Con su blanca tez y sus tímidas maneras, parecía lo más natural del mundo referirse a ella como "una jovencita", aun cuando realmente rayara en los treinta años. Vivía con una vieja nodriza que la idolatraba, y disponía de una pequeña renta que bastaba para las necesidades de ambas mujeres. En el rostro de Agnes no se advertían huellas de dolor mientras rompía en pedazos las cartas de su voluble enamorado, que iba echando al fuego que ardía en la chimenea. Por desgracia para ella, era una de esas mujeres cuyos sentimientos son demasiado profundos para hallar alivio en las lágrimas. Con helados y temblorosos dedos destruía las cartas una por una, sin leerlas por última vez. Había desatado el último paquete y todas las cartas habían ido ya a dar al fuego cuando entró la anciana nodriza preguntando si accedía a recibir a Henry, el menor de los hermanos Westwick, el mismo que en el club había hecho público su desprecio por la conducta de su hermano. Agnes vaciló. Una sombra de rubor coloreó su rostro.
Mucho tiempo antes, Henry Westwick le había confesado su amor. Ella le había confiado que su corazón pertenecía a su hermano mayor. Desde entonces, Henry había empezado a tratarla con el afecto de un hermano. Por ello, la presencia de Henry nunca le había resultado embarazosa a Agnes. Pero ahora, el mismo día en que su hermano había contraído matrimonio con otra mujer, palpitante aún la traición, se sentía vagamente desconcertada ante la idea de verle. La anciana, al advertir su vacilación, tomó partido por el joven Westwick.
-Sale de viaje -observó-, y dice que sólo desea despedirse.
La frase produjo su efecto. Agnes resolvió recibir a su primo.
Tan poco tardó Henry en entrar en la salita que aún pudo sorprender a Agnes echando al fuego los últimos trozos de papel. Ella, sin dar tiempo a que Henry la saludara, preguntó:
-¿Cómo un viaje tan repentino? ¿Se trata de un asunto de negocios?
En vez de responder, él señaló hacia las cenizas de la chimenea.
-¿Estás quemando cartas?
-Sí.
-¿Las suyas?
-Sí.
Henry tornó su mano con un gesto de ternura.
-No suponía que mi visita podría importunarte, pero comprendo que desees estar sola. Perdona, Agnes. Vendré a verte a mi regreso.
Ella le invitó a tomar asiento con una sonrisa.
-Nos conocemos desde que éramos niños -dijo-. Mi amor propio no se siente herido por tu presencia. ¿Por qué tendría que guardar secretos contigo? Me deshago de todo cuanto perteneció a tu hermano. Nada debo conservar que me recuerde aquellos días. He sentido una dolorosa sensación al quemar la última carta. No... no porque fuese la última, sino porque contenía esto. -Abrió la mano mostrando un mechón de cabellos atado con un hilito de oro-. ¡En fin... vaya con lo demás!
Y lo echó a las llamas. Por un momento se mantuvo de espaldas a Henry, apoyada en el ábaco y con la mirada fija en el hogar. El joven tomó la silla que ella le había señalado con una extraña y contradictoria expresión en su semblante; se veían lágrimas en sus ojos mientras la indignación le hacía fruncir las cejas. Murmuró para sí:
-¡Desgraciado estúpido!
Agnes recuperó su sangre fría, y volviéndose, le preguntó:
-Bien, Henry, ¿y por qué ese viaje?
-Estoy fuera de mí, Agnes, y necesito un cambio.
Hubo una pausa. El rostro de Henry decía claramente que estaba pensando en ella al responder de aquel modo. Agnes le estaba agradecida, pero su pensamiento no estaba con él, sino con el hombre que la había abandonado. Dirigió de nuevo su mirada al fuego.
-¿Es verdad que se han casado hoy? -dijo después de un largo silencio.
Él contestó secamente:
-Sí.
-¿Fuiste a la iglesia?
La pregunta pareció ofenderle.
-¿Ir yo a la iglesia? -exclamó-. Mejor iría al...
Y se detuvo.
-¿Cómo puedes preguntarme eso? -añadió ya más tranquilo-. No he vuelto a hablar con mi hermano, ni lo he visto desde que te trató como el canalla que es.
Ella le miró sin pronunciar palabra. Él la comprendió y le pidió perdón. Pero seguía airado.
-Muchos hombres reciben su castigo en esta vida -dijo-. ¡Y él llorará cuando piense en el día en que se casó con esa mujer!
Agnes tomó una silla y se sentó a su lado, mirándole con cariñosa sorpresa.
-¿Es justo tomarla con ella porque tu hermano la ha preferido a mí? -observó.
Henry se volvió con acritud.
-¿Y eres tú quien va a salir en defensa de la condesa?
-¿Por qué no? -contestó Agnes-. No tengo ningún resentimiento contra ella. La única vez que la he visto me pareció una persona singularmente tímida y nerviosa, hasta enfermiza... tanto que se desmayó. ¿Por qué no hacerle justicia? No ha tenido intención de perjudicarme... no sabía nada acerca de mi compromiso...
Henry levantó la mano, impaciente, y la hizo callar.
-No puedo sufrir que hables con tamaña resignación después de la escandalosa manera en que te han tratado. Trata de olvidarlos a ambos. ¡Ojalá pudiera ayudarte a ello!
Agnes puso una mano sobre su brazo.
-Eres muy bueno, Henry; pero no me entiendes. Yo estaba pensando en mi dolor de manera diferente cuando entraste. Me preguntaba si lo que ha llenado por completo mi corazón y ha absorbido lo mejor y más sincero de mi ser puede desaparecer como si jamás hubiese existido. He destruido todas las cosas materiales que pueden hacérmelo recordar. No lo veré más. ¿Pero está completamente roto el lazo que nos unió un día? ¿Estoy separada de lo malo o lo bueno de su vida, como si jamás le hubiese conocido y amado? ¿Qué crees, Henry? Yo no puedo creerlo.
-Si pudieses castigarlo como se merece -contestó Henry ásperamente-, estaría de acuerdo contigo.
No bien hubo terminado de pronunciar estas palabras que la nodriza apareció de nuevo en la puerta, anunciando una visita.
-Siento mucho molestarla, querida, pero ahí está Mrs. Ferrari, que quiere hablar un momento con usted.
Agnes se dirigió a Henry antes de contestar.
-¿Recuerdas a Emily Bidwell, mi alumna favorita en la escuela del pueblo, que fue después mi camarera? Me dejó para casarse con un guía o un recadero italiano llamado Ferrari... Me temo que habrá sufrido una decepción. ¿Te importa que la reciba aquí mismo?
Henry se levantó para marcharse.
-Me alegrará ver a Emily en otra ocasión -dijo-, pero ahora debo irme. Estoy confundido, Agnes; si sigo aquí acabaré diciendo cosas que... que es mejor no decir ahora. Esta noche cruzaré el canal y veré qué tal me prueba un cambio de aires durante unos meses. -Le tendió la mano-. ¿Hay algo que yo pueda hacer por ti? -preguntó ansiosamente.
Ella le dio las gracias y trató de retirar su mano.
-¡Dios te bendiga, Agnes! -balbuceó Henry con los ojos fijos en el suelo.
De nuevo enrojeció, pero luego su rostro se puso pálido; Agnes leía en aquel corazón como en el suyo propio, pero estaba muy apenada para hablar. El joven se llevó la mano de Agnes a los labios, la besó con fervor y, sin mirarla, abandonó la estancia. La anciana nodriza lo esperaba junto a la puerta. Ella no había olvidado la época en que el joven fue un rival poco afortunado de su hermano.
-No se desanime, Mr. Westwick -cuchicheó con la falta de escrúpulos de las personas que creen obrar bien-. Insista cuando vuelva.
Al quedar sola, Agnes dio unos pasos en la habitación tratando de serenarse. Se detuvo frente a una acuarela que había pertenecido a su madre; era su propio retrato cuando niña.
-¡Qué felices seríamos -pensó con tristeza- si no creciéramos nunca!
La esposa del guía apareció en la puerta; era pequeñita, de aspecto melancólico, con pestañas muy claras y ojos de mirada vaga. Padecía una tosecilla crónica. Agnes estrechó afablemente su mano.
-Y bien, Emily -dijo-, ¿en qué puedo serte útil?
La mujer dio una extraña respuesta:
-Casi temo decírselo, señorita.
-¿Tan difícil de conceder es lo que deseas? Vamos; siéntate y oigamos lo que te trae. ¿Cómo se porta contigo tu marido?
Los ojos incoloros de Emily miraron con más vaguedad que nunca.
Inclinó la cabeza y suspiró resignadamente.
-En realidad no tengo queja de él, señorita. Pero temo que no me tiene afecto, ni interés por su casa. Casi puedo asegurar que le cansamos. Sería mejor para ambos, señorita, que se fuera de Londres una temporada... esto, sin hablar de dinero, que empieza a faltar, desgraciadamente.
Se llevó el pañuelo a los ojos y suspiró con mayor resignación que antes.
-No lo acabo de entender -apuntó Agnes-. Creía que tu marido había sido contratado para acompañar a unas señoras por Suiza e Italia.
-Sí señorita, pero hemos tenido mala suerte. Una de las señoras se ha puesto enferma y las otras no quieren viajar sin ella. Le dieron un mes de salario como compensación, pero como estaba contratado para todo el otoño y el invierno... figúrese lo que hemos perdido.
-Lo lamento, Emily. Esperemos que se le presente otra ocasión.
-Hay tanto guía sin trabajo, señorita, que no es fácil. Si alguien pudiese recomendarlo personalmente...
Se detuvo, dejando el resto de la frase a la comprensión de su interlocutora.
Agnes comprendió perfectamente.
-¿Quieres que yo lo recomiende? -preguntó- ¿Por qué no decirlo francamente?
Emily se ruborizó.
-Sería tan bueno para mi marido -alegó confusamente-. Esta mañana se ha recibido en la asociación de guías-intérpretes una carta pidiendo uno para seis meses. El turno le toca a otro, pero si usted lo recomendara...
Se detuvo de nuevo, suspiró y se quedó mirando la alfombra, un tanto avergonzada.
Agnes empezó a impacientarse ante el tono misterioso con que hablaba Mrs Ferrari.
-Si lo que necesitas es que se lo pida a alguno de mis amigos -dijo-, ¿por qué no empiezas diciéndome su nombre?
La mujer del intérprete empezó a gimotear.
-Me da vergüenza decirlo, señorita.
Por primera vez, Agnes habló con aspereza.
-¡Tonterías, Emily! Dame su nombre... o dejemos el asunto... lo que prefieras.
Emily hizo un desesperado esfuerzo. Apretó el pañuelo entre las manos, y pronunció el nombre como quien dispara un tiro aterrorizado.
-¡Lord Montbarry!
Agnes se puso en pie y la miró fijamente.
-Me has engañado -dijo con serenidad, pero con una expresión que la mujer del guía no había visto nunca en ella-. Sabiendo lo que sabes, deberías comprender que me es imposible escribirle a lord Montbarry. Te creía con sentimientos más delicados. Siento haberme equivocado.
Emily conservaba la suficiente dignidad como para acusar el reproche. Se encaminó con aire melancólico hacia la puerta.
-Le pido perdón, señorita. No soy tan insensible como cree. De todos modos le pido perdón.
Abrió la puerta. Agnes la llamó. Había algo en la actitud de aquella mujer que era capaz de conmover su natural bondadoso.
-Ven -dijo-, no debemos separarnos de esta manera. No dejemos en pie ningún malentendido. ¿Qué esperabas de mí?
Emily era demasiado lista para guardar ya reserva.
-Mi marido va a enviar sus referencias a lord Montbarry, que está en Escocia. Lo único que deseaba, señorita, era que le permitiese poner en su carta que usted me conocía desde niña y que se interesaba por mi bienestar. Pero ya no se lo pido, señorita. No debí haberlo hecho.
Los recuerdos de antaño, tanto como las tribulaciones del presente, pugnaban en Agnes en favor de la mujer del guía-intérprete.
-Después de todo se trata de un pequeño favor -dijo hablando bajo el impulso de la bondad, el más fuerte impulso de su naturaleza-. Pero no estoy segura de si debo permitir que mi nombre se mencione en la carta de su marido. Repíteme exactamente lo que él quiere decir.
Emily repitió las palabras, y luego hizo una de esas sugerencias que tienen un valor especial para personas no acostumbradas al uso de la pluma.
-¿Por qué no escribe usted lo que él puede decirle?
Por pueril que fuese la idea, Agnes la aceptó.
-Si he de permitir que mencionen mi nombre -dijo-, es preciso que, al menos, sepamos de qué manera.
Escribió lo más breve y sencillamente posible: "Me atrevo a añadir que mi mujer conoce a miss Agnes Lockwood desde su infancia, y ésta se interesa mucho por nuestro bienestar". Reducido esto a sus reales proporciones, nada había allí que implicase que Agnes había permitido la referencia o tenido conocimiento de ella. Después de un corto momento de dudas, le tendió el papel a Emily.
-Que tu marido lo copie exactamente, sin alterar una sola palabra -dijo-. Con esta condición, acepto.
Emily quedó agradecida y emocionada. Agnes se las arregló para dar por acabada la conversación.
-No me des tiempo a que me arrepienta -dijo.
Y Emily salió a escape.
-¿Se ha roto pues por completo el lazo que nos unió un día? ¿Su buena o su mala fortuna me son tan indiferentes como si nunca le hubiese amado?
Pensando así, Agnes miró la hora en el reloj de la chimenea. No hacía aún ni diez minutos que se había hecho estas mismas preguntas. La sobrecogió pensar en que forma tan vulgar habían sido contestadas. El correo de aquella noche llevaría su recuerdo, una vez más, a la mente de lord Montbarry, simplemente con motivo de la elección de un sirviente.
Dos días después recibió una carta de Emily respirando gratitud. Ferrari había sido contratado por lord Montbarry en calidad de guía e intérprete.
Tras estar tan sólo siete días en Escocia, lord y lady Montbarry regresaron a Londres inesperadamente. Frente a las montañas y lagos de las Highlands, milady no había mostrado el menor interés en conocerlos. Al preguntarle la razón respondía con laconismo:
-He estado en Suiza.
En Londres permanecieron otra semana en un completo aislamiento. Un día, la nodriza de Agnes llegó en un estado de inusual excitación de un recado al que había sido enviada por la joven. Al pasar frente a la puerta de un famoso dentista, se había topado con lord Montbarry, que salía de allí en aquel momento. La buena mujer lo describía, con malicioso placer, como muy desmejorado.
-Tiene las mejillas hundidas y la barba encanecida. ¡Confío en que el dentista le habrá hecho ver las estrellas!
Sabiendo cuanto odiaba la fiel doméstica al hombre que la había abandonado, Agnes rebajó instintivamente los colores del cuadro que la anciana había pintado. Pero aquello la sumió en un inquietante desasosiego. Si salía a la calle mientras lord Montbarry estuviese en Londres, ¿cómo podría estar segura de que no se tropezaría con él? Aun cuando se sentía avergonzada por sus absurdos temores, permaneció en casa dos días sin atreverse a salir. Al tercero, las noticias de sociedad de la prensa londinense anunciaron la partida de lord Montbarry con su esposa hacia París, camino a Italia.
Mrs Ferrari, que apareció aquella misma tarde, informó a Agnes de que Andrea, su marido, había partido, no sin antes haberse despedido de ella dándole grandes muestras de cariño; la perspectiva del viaje había sin duda humanizado al guía. Tan sólo una criada acompañaba a los viajeros, la doncella de lady Montbarry, una mujer huraña e intratable en palabras de Emily. El hermano de milady, el barón de Rivar, estaba ya en el continente europeo. Se había convenido que se uniría a los recién casados en Roma.
Uno a uno, los monótonos meses se fueron sucediendo en la vida de Agnes. Afrontaba su situación con admirable valor; recibía a sus amigos y ocupaba sus horas de ocio en la lectura y la pintura, haciendo todo lo posible para apartar su mente de las melancólicas reminiscencias del pasado. Pero había amado con demasiada fidelidad; la herida había sido demasiado profunda como para sentir un rápido efecto de los remedios que empleaba. Las gentes que la veían cotidianamente, engañados por la serenidad de sus maneras, estaban seguros de que "Miss Lockwood iba sobreponiéndose a su decepción". Pero una antigua amiga, compañera de colegio, que fue a visitarla a su paso por Londres, quedó visiblemente apenada tras charlar con ella. Se trataba de Mrs. Westwick, esposa del hermano segundo de lord Montbarry, el cual, según aquel "Anuario de la Nobleza", era el heredero del título. Su esposo estaba en América, donde había ido a inspeccionar una propiedad que poseía. Mrs. Westwick se empeñó en que Agnes la acompañara a Irlanda, donde residía.
-Ven y me harás compañía hasta el regreso de mi esposo. Mis niñas te idolatran; la única persona que no conoces es el aya y estoy segura de que te gustará. Haz tu equipaje y mañana, de camino a la estación, te recogeré.
La invitación no podía ser más cordial. Agnes aceptó encantada. Durante tres meses fue la huésped de su amiga. Las niñas la abrazaron llorando el día de su partida; la más pequeña quería irse con ella a Londres. Medio en serio, medio en broma, le dijo a su amiga al despedirse:
-Si tu aya se fuese, guárdame la plaza.
Mrs. Westwick rió. Las niñas lo tomaron en serio y prometieron avisarla.
El mismo día en que Agnes llegó a Londres, los viejos recuerdos que tanto anhelaba olvidar volvieron a asaltarla. Tras los besos y abrazos del encuentro, la nodriza le anunció:
-Ha venido Mrs. Ferrari, completamente desolada. Ha preguntado cuándo estaría usted en casa. Su marido ha dejado a lord Montbarry sin avisar... y nadie sabe lo que ha sido de él.
Agnes la miró atónita.
-¿Estás segura de lo que dices? -preguntó.
La anciana estaba completamente segura.
-¡Desde luego! La noticia se ha sabido por la asociación de guías-intérpretes, en Golden Square... ¡por boca del secretario, señorita Agnes, del secretario en persona!
Al oír esto, Agnes se sintió tan sorprendida como alarmada. Como aún era temprano, hizo enviar un recado a Mrs. Ferrari participándole su regreso.
Una hora más tarde apareció la mujer del guía tremendamente agitada. Su relato, una vez pudo articularlo, confirmó en todo lo dicho por la nodriza.
Después de recibir con regularidad cartas de su marido, fechadas en París, Roma y Venecia, Emily había escrito dos veces a esta última ciudad sin obtener respuesta. Intranquila, se dirigió a Golden Square, sede de la asociación, por si allí sabían algo. Aquella mañana el secretario había recibido una carta de Venecia con noticias alarmantes acerca de Ferrari... Su mujer había pedido una copia de la carta, y en aquel momento se la tendía a Agnes.
El firmante decía que había llegado recientemente a Venecia. Había oído decir que Ferrari residía con lord y lady Montbarry en un antiguo palacio veneciano que habían alquilado por una temporada. Siendo amigo de Ferrari fue a hacerle una visita. Llamó a la puerta que da al canal sin que le respondiese nadie, por lo que se encaminó a una puerta lateral situada en un estrecho callejón. Allí, de pie en el umbral, como si esperase a alguien, se hallaba una mujer muy pálida, de grandes ojos negros, lady Montbarry en persona.
Le preguntó en italiano qué deseaba. Le explicó que deseaba ver al guía Ferrari, si era posible. La dama le contó que Ferrari había dejado el palacio sin dar razón alguna, y sin siquiera dejar sus señas para que le pudiera ser remitida la mensualidad que se le debía. Sorprendido por esta respuesta, el firmante preguntó si Ferrari había ofendido a alguien o había participado en alguna riña. Se le contestó que no. La dama dijo que podía asegurar donde quiera que fuese que Ferrari había sido tratado en su casa con amabilidad. Añadió que estaban perplejos por aquella misteriosa desaparición. "Si sabe usted algo", concluyó, "avísenos, para que podamos enviarle su paga".
Después de otras preguntas relativas al día y hora en que Ferrari salió del palacio por última vez, el firmante se despidió de milady.
Inmediatamente se dedicó a hacer las oportunas averiguaciones, sin obtener el menor resultado. Nadie recordaba haber visto a Ferrari. No había nadie a quien hubiera confiado sus intenciones. Nadie sabía nada importante sobre los ocupantes del caserón, ni siquiera tratándose de personas tan significadas como lord y lady Montbarry. Se decía que la camarera de milady había dejado el servicio de ésta, antes de la desaparición de Ferrari, regresando a su pueblo con su familia, y que lady Montbarry no había buscado sustituta. De milord se decía que estaba muy delicado de salud. Vivían en el más absoluto retiro; no recibían visitas, ni siquiera de sus compatriotas. Las tareas domésticas las realizaba una mujer tan vieja como estúpida que dijo no conocer al guía y que jamás había visto a lord Montbarry, recluido ya en su habitación. Milady, "una amable y generosa dama", cuidaba sin descanso a su noble esposo. En la casa no había otros sirvientes. La comida la encargaban en una fonda. A milord, se decía, no le gustaba ver caras extrañas. Su cuñado, el barón de Rivar, estaba casi siempre en los sótanos ocupado en experimentos químicos, según había contado milady. De allí surgían, a menudo, olores repugnantes. Últimamente había sido llamado un médico, muy conocido en Venecia, para que viese a milord. Habiendo interrogado al doctor, este dijo que jamás había visto a Ferrari, pues fue a palacio con fecha posterior a su desaparición. Al parecer lord Montbarry padecía una bronquitis, pero, hasta el presente, no precisaba serios cuidados. Si se presentaran síntomas alarmantes, y de acuerdo con milady, se celebraría una consulta. Por lodemás, se hacía lenguas de milady; noche y día se mantenía a la cabecera del enfermo.
Éste era el relato del guía amigo de Ferrari. La policía estaba sobre el asunto, y en su sagacidad depositaba la mujer de Ferrari su última esperanza.
-¿Qué piensa usted, señorita? -preguntó la pobre mujer ansiosamente-. ¿Qué me aconseja que haga?
Agnes no sabía realmente qué decirle; había tenido que hacer un esfuerzo para atender a lo que Emily le decía. Las referencias del guía a Montbarry, la noticia de su enfermedad, la melancólica imagen de su reclusión, habían abierto la mal cicatrizada herida. Ni siquiera pensaba en el guía; su mente estaba en Venecia, junto a la cabecera del enfermo.
-No sé qué decirte -contestó-. No tengo experiencia en asuntos tan graves.
-¿Cree usted que podría ayudarla la lectura de las cartas de mi marido? Sólo son tres... y no muy largas.
Agnes, compasiva, las leyó.
El tono no era de los más tiernos. Excepto las frases convencionales, "Querida Emily" y "siempre tuyo", el resto trataba de asuntos corrientes. En la primera carta, lord Montbarry no salía muy bien librado. "Mañana salimos de París. Lord Montbarry no me gusta demasiado. Es frío y orgulloso, y entre nosotros, cicatero. Lo he visto discutir por algunos céntimos con el dueño de la fonda; y dos o tres veces se han cruzado duras palabras entre los recién casados a causa de la frecuencia con que milady visita las tiendas de modas. "No puedo soportarlo; es preciso que te atengas a tu asignación": estas palabras las ha oído milady más de una vez. Lady Montbarry es muy agradable. Tiene esas finas y fáciles maneras extranjeras; me trata como si fuese un ser humano de su misma categoría".
La segunda carta estaba fechada en Roma.
"Los caprichos de milord", decía Ferrari, "nos tienen en perpetuo movimiento. Se está volviendo exageradamente inquieto. Creo que eso depende del estado de su espíritu. Quiero decir, de penosos recuerdos; con frecuencia le sorprendo embebido en la lectura de cartas antiguas cuando milady sale a la calle. Debíamos habernos detenido en Génova, pero nos hizo salir deprisa y corriendo. Otro tanto pasó en Florencia. Aquí, en Roma, milady insiste en permanecer algún tiempo. El barón se nos ha unido. Por cierto que él y milord, según me ha contado la doncella de milady, tuvieron al poco tiempo una agria disputa. El barón le pidió dinero prestado a lord Montbarry. Milord se negó en una forma que ofendió a su cuñado. Milady intervino e hizo que se dieran las manos".
La tercera y última carta procedía de Venecia.
"¡Más economías de milord! En lugar de alojarse en un hotel, nos hemos metido en un inmenso, agrietado y vetusto palacio. Hemos alquilado el caserón por dos meses, a muy buen precio. Milord quería alquilarlo por más tiempo, pues dice que la tranquilidad de Venecia le sienta bien a sus nervios, pero no ha podido ser porque un extranjero lo ha adquirido para convertirlo en hotel. El barón continúa con nosotros y hay un cúmulo de disputas a propósito del dinero. El barón no me gusta ni pizca, y milady no me guarda ya las mismas atenciones. La compañía de su hermano le ha agriado un poco el carácter. Milord paga puntualmente; es para él una cuestión de honor, y aunque le repugna separarse de su dinero, cumple estrictamente sus compromisos. Yo recibo mi salario los últimos días de cada mes, ni un céntimo de propina, por más que hago muchas cosas que no son de mi incumbencia. ¡Imagínate al barón pidiéndome dinero prestado! Es un jugador impenitente. No quise creerlo cuando me lo dijo la doncella de milady, pero me he convencido plenamente. He visto, además, otras cosas que... en fin, no son para que aumente mi respeto hacia el barón ni hacia milady. La doncella me ha dicho que va a despedirse. Es una respetable señora inglesa, y no encuentra las cosas tan fáciles como yo. La vida aquí es muy aburrida. No tenemos vida social, ni fuera ni dentro; nadie ve a milord, ni siquiera el cónsul. Cuando sale, lo hace solo, y casi siempre cuando ha anochecido. En casa se encierra en sus habitaciones con sus libros, y ve a su mujer y al barón tan poco como le es posible. Creo que estamos abocados a una crisis. Si se despiertan las sospechas de milord, las consecuencias serán terribles. Provocado, Montbarry es hombre que no se detendría ante nada. De todos modos, la paga es buena, y no puedo dejar mi puesto como ha hecho la doncella de milady".
Agnes dejó las cartas a un lado. Sus sentimientos de vergüenza y disgusto la mantuvieron en silencio un buen rato.
-Lo único que puedo aconsejar -dijo después de pronunciar algunas palabras de esperanza y consuelo-, es que consultemos a alguien de mayor experiencia que la nuestra. ¿Te parece bien que escriba a mi abogado, un buen amigo, pidiéndole que venga a aconsejarnos?
Emily aceptó con agradecimiento. Se convino una hora para reunirse al día siguiente; las cartas quedaron en poder de Agnes, y la esposa del guía se marchó.
Con el corazón desfallecido, Agnes se dejó caer en el sofá. La nodriza, solícita, se acercó con una reconfortante taza de té. Su amena charla acerca de los quehaceres domésticos y la carestía del mercado ayudó a despejar un tanto la mente de la joven. Continuaban hablando cuando resonó un fuerte campanillazo en la puerta. La anciana corrió a abrir, y enseguida entró en la sala Mrs. Ferrari. Parecía haber enloquecido.
-¡Ha muerto! ¡Lo han asesinado!
Fue lo único que pudo decir. Cayó de rodillas junto al sofá, extendió los brazos... y rodó presa de un desmayo. La nodriza, indicando a Agnes que abriese las ventanas, trató de hacer volver en sí a Emily.
-¿Qué es esto? -dijo-. Tiene un papel en la mano. Vea lo que es, señorita.
El sobre, evidentemente escrito con letra desfigurada, estaba dirigido a Mrs. Ferrari. El matasellos era de Venecia. Contenía una hoja de papel y otro sobre más pequeño, cerrado.
En el papel sólo se veía una línea. Con la misma letra estaba escrito:
"Para que usted se consuele de la pérdida de su marido". Agnes abrió el sobre. Contenía un billete del Banco de Inglaterra por valor de mil libras esterlinas.
Al día siguiente, el amigo y abogado de Agnes, Mr. Troy, acudió a la hora convenida.
Mrs. Ferrari, aunque seguía persuadida de que su esposo estaba muerto, se había repuesto lo bastante como para poder tomar parte en la entrevista; con la ayuda de Agnes le contó al abogado lo poco que se sabía acerca de la desaparición de su esposo, mostrándole las cartas.
Mr. Troy leyó primero las tres cartas escritas por Ferrari y dirigidas a su esposa; después, la carta escrita por el amigo de Ferrari describiendo su visita al palacio y su conversación con lady Montbarry; luego la línea del escrito anónimo que acompañaba al extraordinario regalo de mil libras.
Conocido por ser el abogado que representó a lady Lydiard en una famosa causa conocida con el nombre de "el dinero de milady", Mr. Troy poseía no sólo profundos conocimientos y experiencia, sino que era un verdadero hombre de mundo. Estaba dotado de la capacidad de juzgar a las personas de un solo golpe de vista, y lo caracterizaban un humor sarcástico y una naturaleza escéptica. Cabía, sin embargo, preguntarse si era él el consejero más apropiado para la joven Mrs. Ferrari, quien, aun con todas sus domésticas virtudes, era esencialmente una mujer común y corriente. Mr. Troy no era la persona más adecuada para captar sus simpatías, pues era exactamente el polo opuesto a lo común y corriente.
-¡Esta pobre señora parece enferma!
Con estas palabras, refiriéndose a Mrs. Ferrari con tan poca cortesía como si ella no estuviera presente, el abogado inició su labor como consejero.
-¡Ha sufrido un golpe terrible! -explicó Agnes.
Mr. Troy se volvió hacia la joven y la miró con compasión. Distraídamente, tamborileaba con los dedos sobre la mesa. Por fin habló.
-Querida señora, ¿cree usted que su esposo ha muerto?
Mrs. Ferrari se llevó el pañuelo a los ojos. La palabra "muerto" no era suficiente.
-¡Asesinado! -dijo lúgubremente.
-¿Por qué? ¿Y por quién? -preguntó Mr. Troy.
Mrs. Ferrari pareció tener alguna dificultad para encontrar la respuesta.
-Ya ha leído usted las cartas de mi marido, caballero -empezó-. Supongo que descubrió...
Y se detuvo.
¿Qué descubrió?
La paciencia tiene sus límites, incluso para una mujer angustiada. La pregunta, formulada gélidamente, irritó a Mrs. Ferrari, que al fin decidió hablar claramente.
-¡Pues a lady Montbarry y al barón! -exclamó con histérica vehemencia-. El barón es tan hermano de esa aventurera como yo. La maldad de esos desalmados ha caído sobre mi pobre esposo en cuanto se han percatado de que lo sabía todo. La doncella de milady se despidió por esta causa. Si Andrea hubiese hecho lo mismo aún viviría. Lo han asesinado para evitar que el escándalo llegase a oídos de lord Montbarry.
Mrs Ferrari había dado su opinión con frases entrecortadas pero en forma muy enérgica.
Reservándose la suya, Mr. Troy la escuchaba asintiendo satíricamente.
-Muy enérgicamente expuesto, Mrs. Ferrari -dijo-. Construye muy bien sus conclusiones. De ser usted un hombre hubiera compuesto un buen abogado. Sin duda agarraría al jurado por el cuello. Pero complete usted el caso, hágame el favor. Díganos quién le ha enviado esa carta con el billete. Los dos "desalmados" que asesinaron a Mr. Ferrari probablemente no habrán echado mano al bolsillo para enviarle a usted las mil libras. ¿Quién ha sido? El matasellos es de Venecia. ¿Tiene usted algún amigo en esa poética ciudad que posea un gran corazón y un no menor bolsillo, y capaz de consolarla permaneciendo en el misterio?
No era fácil responder a eso. Mrs. Ferrari comenzó a sentir hacia Mr. Troy los primeros síntomas de algo parecido al odio.
-No le comprendo -dijo-. Ni me parece este un asunto para tomárselo a broma.
Agnes intervino por primera vez. Aproximó su silla a la de su abogado.
-¿En su opinión, cuál es la explicación más probable? -le preguntó.
-Ofenderé a Mrs. Ferrari si la expongo -contestó Mr. Troy.
-¡No, señor, de ningún modo! -exclamó Mrs. Ferrari, que odiaba ya a Mr. Troy sin reservas.
El abogado se reclinó en su butaca.
-Muy bien -dijo con su acento más jovial-. Me explicaré. Ante todo, señora, no le discuto su opinión sobre lo que pueda haber pasado en el viejo palacio de Venecia. Tiene usted las cartas de su marido, que en cierto modo la justifican, y está el hecho significativo de que la doncella de lady Montbarry abandonó su servicio. Diremos, pues, que lord Montbarry ha sido víctima de una ofensa... que fue Mr. Ferrari el primero en descubrirlo... y que los culpables tenían razones para temerlo, no sólo porque podía dar parte a lord Montbarry de su descubrimiento, sino porque en caso de ir a dar el asunto a los tribunales hubiera sido un importante testigo de cargo contra ellos. Ahora bien, admitiendo todo esto, mi conclusión es enteramente opuesta a la suya. En ese hogar, su marido estaba en una situación muy equívoca. ¿Qué podía hacer? Si no fuera por el billete y la nota que le han sido enviados, diría que había obrado prudentemente retirándose sin dejar rastro para no verse mezclado en el asunto. Pero el dinero modifica esta opinión, desfavorablemente por lo que concierne a Mr. Ferrari. Creía que se había quitado de en medio, pero ahora digo que se le ha pagado para ello... y ese billete es el precio de su silencio.
Los incoloros ojos de Mrs. Ferrari brillaron instantáneamente; su color cetrino se tornó de un hermoso escarlata.
-¡Eso no es cierto! -protestó-. ¡Mi marido es incapaz de semejante cosa!
-Ya le dije que se ofendería -observó Mr. Troy.
De nuevo intervino Agnes en son de paz. Tomó de la mano a la ofendida y le pidió al abogado que reconsiderara su teoría con respecto a Ferrari. La interrumpió la nodriza tendiéndole una tarjeta. Era de Henry Westwick; escrito a lápiz se leía: "Traigo malas noticias. Permíteme que te vea un momento, aunque sea en la puerta". Agnes dejó inmediatamente la estancia.
A solas con Mrs. Ferrari, Mr. Troy dejó que su buen carácter surgiese desde el fondo hasta flotar en la superficie. Trató de hacer las paces con la esposa del guía.
-Tiene usted perfecto derecho, querida mía, a rechazar cualquier consideración que denigre a su marido -empezó-, y alabo su calurosa defensa. Pero recuerde mi obligación, tratándose de asunto tan grave, de exponer francamente mi opinión. No he querido herirla. Sin embargo, mil libras esterlinas es una cantidad muy estimable, y cualquiera puede ser perdonado por sucumbir a la tentación guardando silencio y ocultándose durante un tiempo. Mi único interés es que nos aproximemos en lo posible a la verdad. Si me da tiempo, no creo que hayamos de desesperar de encontrar a su marido.
La esposa de Ferrari escuchaba sin convencerse; su cerebro, no muy sobrado de inteligencia y ocupado por completo por su desfavorable opinión sobre Mr. Troy, no conservaba espacio para rectificar su primera impresión.
-Le estoy muy agradecida, caballero -fue todo lo que dijo. Sus ojos fueron más comunicativos, pues añadieron en su lenguaje: "Puede usted decir cuanto guste; no se lo perdonaré ni en la hora de mi muerte".
Mr. Troy entendió perfectamente. Dio, con gran naturalidad, media vuelta en su sillón, se metió las manos en los bolsillos y se puso a mirar los cristales del balcón.
Después de un rato de silencio, se abrió la puerta del salón.
Mr. Troy se giró de nuevo, volviéndose hacia la mesa, esperando ver a Agnes. Sorprendentemente, en lugar de Agnes estaba una persona que le era completamente extraña, un caballero en la flor de la edad en cuyo agraciado semblante se apreciaban señales de dolor y embarazo. Miró a Mr. Troy y le saludó gravemente.
-He tenido el triste deber de darle a miss Lockwood una noticia que la ha impresionado mucho -dijo-. Se ha retirado a su habitación. Vengo a excusarla y a contarle algo en su lugar.
Habiendo hecho su presentación en estos términos, distinguió a Mrs. Ferrari y le tendió la mano con simpatía.
-Hace años que no nos vemos, Emily -dijo-, y temo que haya usted olvidado al "señorito Henry" de aquellos tiempos.
Emily, con cierta confusión, pronunció algunas frases de reconocimiento y luego añadió si podía serle de alguna utilidad a miss Lockwood.
-La nodriza está con ella -contestó Henry-; dejémosla sola.
Se dirigió de nuevo a Mr. Troy.
-Soy Henry Westwick, hermano menor del difunto lord Montbarry.
-¡El difunto lord Montbarry! -exclamó el abogado.
-Mi hermano murió anoche, en Venecia. Aquí está el telegrama.
Y tendió el papel a Mr. Troy.
"A Stephen Robert Westwick. Hotel Newbury. Londres. Es inútil que emprenda viaje. Lord Montbarry ha muerto de una bronquitis a las 8.40 de esta noche. Detalles por correo."
-¿Recelaba algo así? -preguntó el abogado.
-No puedo decir que nos haya cogido enteramente por sorpresa -contestó Henry-. Mi hermano Stephen, que es ahora el cabeza de familia, recibió un telegrama hace tres días diciendo que se habían presentado síntomas alarmantes, por lo que se había llamado a un nuevo médico. Mi hermano contestó que salía de Irlanda para Londres, de paso para Venecia, y que si le ocurría algo le telegrafiasen a su hotel. Llegó un segundo telegrama. Anunciaba que lord Montbarry estaba prácticamente inconsciente y que en sus breves momentos de lucidez no reconocía a nadie. Mi hermano decidió permanecer en Londres en espera de más amplia información. El tercer telegrama es el que tiene usted en sus manos. Es todo cuanto se sabe hasta ahora.
Al mirar a la mujer del guía, Mr. Troy quedó impresionado por la expresión de terror que se dibujaba en el rostro de Emily.
-Mrs. Ferrari -dijo-; ¿ha oído usted lo que acaba de contar Mr. Westwick?
-Hasta la última palabra, señor.
-¿Quiere preguntarle algo?
-No, señor.
-Parece usted alarmada -insistió el abogado-. ¿Se trata de su marido?
-No volveré a ver a mi marido, señor. Ésa es mi opinión, ya lo sabe. Ahora estoy segura.
-¿Segura, después de lo que ha oído?
-Sí, señor.
-¿Puede usted decirme por qué?
-No, señor. Me lo dice mi instinto. No puedo explicar por qué.
-¡Oh, el instinto! -repitió Mr. Troy con cierto desdén-. Tratándose de instintos, querida mía...
Sin terminar la frase, se levantó para despedirse de Mr. Westwick. La verdad es que empezaba a dudar, y no quería que Mrs. Ferrari se diera cuenta de ello.
-Acepte usted mis condolencias -dijo cortésmente a Mr. Westwick-. Buenas noches.
Henry se volvió a Mrs. Ferrari en cuanto el abogado hubo salido.
-Miss Lockwood me ha contado sus tribulaciones, Emily -dijo-. ¿Puedo hacer algo por usted?
-Nada, señor, muchas gracias. Quizás será mejor que me vaya, en vista de lo ocurrido. Mañana volveré para ver si puedo serle útil a la señorita. ¡Cuánto siento sus sinsabores!
Y se encaminó a la puerta con sus menudos pasos, contemplando el asunto de su marido bajo los colores más sombríos.
Henry Westwick echó una mirada a la solitaria estancia. Nada le detenía en aquella casa y, sin embargo, no se decidía a abandonarla.
Había algo allí que lo aproximaba a Agnes; cosas suyas, diseminadas por la sala. Allá, en un rincón, estaba su butaca, y junto a ésta la mesita de trabajo. En un pequeño caballete se veía su último dibujo, aún por acabar. El libro que había estado leyendo yacía en el sofá, señalada con un lápiz la página en que había quedado detenida la lectura. Uno tras otro examinó todos los objetos que le hablaban de aquella mujer amada, un tierno examen en el que iba desgranando hondos suspiros. ¡Y sin embargo, cuán lejos, cuán desesperadamente lejos estaba de ella!
-Jamás olvidará a Montbarry -se dijo al tomar el sombrero para irse-. Ninguno de nosotros ha sentido su muerte como ella. ¡Estúpido, estúpido desalmado...! ¡Cuánto le amaba!
Al salir a la calle le retuvo un conocido, un hombre fastidioso y preguntón cuya presencia se le hizo insoportable.
-Una triste noticia, Westwick, la de su hermano. Y casi inesperada, ¿verdad? Jamás se oyó decir en el club que Montbarry fuese propenso a los catarros. ¿Qué hará la compañía de seguros?
Henry sintió un escalofrío; no se acordaba del seguro de vida de su hermano. ¿Qué haría la compañía sino pagar? Una defunción por bronquitis, certificada por dos médicos, es seguramente la menos discutible de todas las defunciones.
-¡Me hubiese hecho usted un gran favor no hablándome de eso! -exclamó irritado.
-¡Ah! dijo el pesado-, ¿cree usted que la viuda cobrará el dinero? ¡Yo también lo creo!
Días después, las compañías de seguros (pues eran dos) recibieron la notificación de la muerte de lord Montbarry por conducto de los procuradores de milady. La suma del seguro establecido con cada compañía era de cinco mil libras esterlinas, y tan sólo se había pagado un año de cuota. Ante un negocio tan ruinoso, ambos directores pensaron retrasar el caso todo lo posible. Pidieron explicaciones a los médicos que habían dado su visto bueno a la contratación de las pólizas. Sin negarse de un modo absoluto al pago, las dos compañías -obrando de común acuerdo-, decidieron enviar una comisión investigadora a Venecia "con objeto de obtener informes más explícitos".
Mr. Troy supo todo esto oficiosamente. Escribió inmediatamente a Agnes dándole la noticia, y añadiendo que lo consideraba de la mayor importancia por la razón que exponía en su misiva:
"Sé que está usted en inmejorables relaciones con lady Barville, hermana mayor del difunto lord Montbarry. Los procuradores que utiliza su esposo casualmente son también procuradores de las dos compañías de seguros. Quizá en el informe de la comisión de investigación haya algo que haga referencia a la desaparición de Ferrari. Y, aunque se trate de un documento reservado y no se le permita a lady Barville disponer del informe, no me cabe duda de que los abogados sí responderían a algunas preguntas sobre el caso".
La respuesta llegó a vuelta de correo. Agnes rehusaba la proposición de Mr. Troy.
"Mi intervención, por inocente que fuera", escribía, "ha producido resultados tan deplorables que no puedo ni me atrevo a dar más pasos en el asunto de Ferrari. Si yo no hubiese permitido al desgraciado guía que mencionase mi nombre, lord Montbarry no le hubiese tomado a su servicio, y Emily no sufriría tantos sinsabores como sufre. Ni siquiera miraría el informe al que alude si cayese en mis manos; ya he oído bastante de ese repulsivo palacio veneciano. Si Mrs. Ferrari quiere dirigirse directamente a lady Barville, esto ya es otra cosa. Pero aun en este caso he de imponer la condición ineludible de que mi nombre no suene para nada. ¡Perdóneme usted, mi querido Mr. Troy! Soy muy infeliz y no razono, pero no soy más que una mujer y no debe usted esperar demasiado de mí".
Ante tal situación, el abogado aconsejó que se intentase descubrir el paradero de la doncella que había abandonado a lady Montbarry. Tal idea tenía un inconveniente: para llevarla a cabo se necesitaba dinero, y este dinero faltaba. Mrs. Ferrari se descomponía ante la perspectiva de tocar el billete de mil libras, que había depositado en un banco. Si se mencionaba, se estremecía y lo llamaba, con melodramático acento, "el precio de la sangre de mi marido".
Así, las tentativas para resolver el misterio de la desaparición de Ferrari quedaron en suspenso.
Era el último mes del año de gracia de 1860. La comisión de investigación había comenzado sus tareas el 6 de diciembre. El día 10 terminaba el contrato de alquiler del palacio de Venecia. En las oficinas de las compañías aseguradoras se recibieron telegramas diciendo que los abogados de lady Montbarry la aconsejaban salir para Londres sin la menor dilación. El barón, se creía, acompañaría a su hermana hasta Inglaterra, pero, a menos de que fuera necesaria su presencia, no permanecería en Londres mucho tiempo. El barón, "bien conocido por su decidida afición a la química", había oído hablar de ciertos descubrimientos relacionados con aquella ciencia hechos en los Estados Unidos, y quería estudiarlos de cerca.
Todas estas noticias, recogidas por Mr. Troy, eran puntualmente comunicadas a Mrs. Ferrari, cuya ansiedad por descubrir el paradero de su esposo la había convertido en una asidua visitante del abogado.
Ella había intentado relatar a su protectora lo que había oído, pero Agnes había rehusado oírla de forma categórica, y le prohibió del modo más absoluto cualquier alusión a lady Montbarry.
-Tienes a Mr. Troy para aconsejarte -dijo-, y puedes contar con mi pequeño auxilio pecuniario si necesitas dinero. Todo lo que pido, a cambio, es que no me aflijas más. Estoy tratando de olvidar -su voz se quebró; se detuvo un momento para reponerse- ...recuerdos, que son aún más tristes desde la muerte de lord Montbarry. Ayúdame con tu silencio. No quiero oír nada más sino son buenas noticias de tu marido.
Llegó el día 13 y nuevos e interesantes informes llegaron a oídos de Mr. Troy... Las tareas de la comisión investigadora habían terminado; el informe había llegado de Venecia aquel día.
Al día siguiente, los directores de las compañías de seguros y sus consejeros legales se reunieron para leer el informe a puerta cerrada. He aquí los términos en que los comisionados relataban el resultado de sus investigaciones: "Privado y confidencial.
Tenemos el honor de informar a esta dirección que llegamos a Venecia el 6 de diciembre de 1860. El mismo día nos dirigimos al palacio que habitó lord Montbarry durante su última enfermedad y hasta su muerte.
Fuimos cortésmente recibidos por un hermano de lady Montbarry, el barón de Rivar.
Mi hermana ha sido la única enfermera de su marido -nos dijo-. Está rendida por el disgusto y la fatiga; de otro modo ella misma les hubiera recibido. ¿Qué desean, señores, qué puedo hacer por ustedes?
De acuerdo con las instrucciones recibidas, contestamos que el hecho de que lord Montbarry muriera y se enterrara en suelo extranjero hacía indispensable obtener más amplios informes acerca de su enfermedad y las circunstancias que la habían acompañado. Añadimos que la ley concede cierto plazo para el pago de las pólizas, advirtiéndole que llevaríamos la investigación con la más respetuosa consideración a los sentimientos de milady y sin molestar a los demás miembros de la familia.
-Soy yo el único familiar aquí -replicó el barón-, y la casa está a su disposición.
De principio al fin de la entrevista, este caballero adoptó una actitud muy razonable, y se manifestó siempre dispuesto a ayudarnos.
A excepción de la habitación de milady, recorrimos todas las demás dependencias del palacio aquel mismo día. Es un inmenso edificio, amueblado sólo en parte. El primer piso y parte del segundo eran utilizados por lord Montbarry y su familia. Vimos su alcoba en el extremo de un corredor; allí murió milord. Junto a esta pieza hay un pequeño gabinete que le servía de despacho. Próximo a estas habitaciones se ve un inmenso salón, cuyas puertas siempre han estado cerradas, pues el difunto lord se aislaba para dedicarse a sus estudios. En la parte extrema de este salón está el dormitorio de milady y el cuarto de vestir, en el que dormía la doncella hasta que volvió a Inglaterra. Detrás están el comedor y la sala de estar, abriéndose a una antesala, que a su vez da acceso a las anchas escaleras del palacio.
Los únicos aposentos del segundo piso que se usaban eran el gabinete y dormitorio del barón de Rivar, y otro cuarto, a bastante distancia, donde dormía el guía Ferrari.
El tercer piso, así como los bajos, están completamente desnudos y muy deteriorados. Preguntamos si había algo que ver en ellos y se nos dijo que sólo unos sótanos que podíamos ver si lo deseábamos.
Bajamos, pues no queríamos dejar ni un rincón sin examinar. Los sótanos, según se cree, sirvieron hace algunos siglos como prisión. El aire y la luz penetraban débilmente en ellos gracias a dos largas aberturas a flor de tierra en el patio del palacio, defendidas por gruesos barrotes de hierro. La escalera de piedra que conduce al sótano se cierra por medio de una pesada trampa que estaba abierta. Hicimos la observación de lo terrible que sería si aquella compuerta cayera detrás de nosotros. El barón sonrió ante la idea.
-No tengan cuidado, señores -dijo- la puerta está asegurada. Al principio me interesaba que estuviera así. Me apasiona la química experimental... y mi laboratorio, desde que estamos en Venecia, ha sido el sótano.
Estas palabras explicaban el singular hedor que notamos al penetrar en los sótanos. Tan sólo puede definirse dicho hedor diciendo que era compuesto; débilmente aromático al principio, pero seguido de otro olor bastante molesto. A ello daban satisfactoria respuesta los hornillos y retortas del barón, amén de algunos paquetes de productos químicos con el nombre de los comercios que los expedían perfectamente visibles en la etiqueta.
-El lugar no es de lo más a propósito para estudiar -observó el barón-, pero mi hermana es temerosa. Siente horror por los olores y las explosiones... y me ha desterrado a estas regiones profundas, donde mis experimentos no son ni vistos ni oídos.
Extendió sus manos, que llevaba enguantadas.
-Siempre puede ocurrir un accidente -añadió- a pesar de que se tomen todas las precauciones. Haciendo el otro día una mezcla me quemé las manos, y tengo que evitar el contacto del aire.
Hacemos estas fútiles y casi innecesarias reseñas de nuestra visita para demostrar que nuestra exploración en la casa no fue obstaculizada en ningún momento. Hasta fuimos admitidos en el dormitorio de milady aprovechando el momento en que ella había salido a tomar el aire. Se nos había recomendado que examinásemos la residencia de milord, porque su vida exageradamente recluida, en Venecia, y la curiosa partida de los dos únicos sirvientes, podía originar alguna sospecha relacionada con la naturaleza de su muerte. Nada hemos visto que justifique semejante sospecha.
Por lo que hace a la retirada vida de milord, hemos hablado de ello con el cónsul y un banquero que le facilitaba los fondos, quienes son los únicos que han tenido con él alguna comunicación. Fue una vez a retirar dinero y se excusó por visitar al banquero en su domicilio particular, con el pretexto de su mala salud. Lo mismo hizo por carta al cónsul, que le había visitado en el palacio. Hemos visto la carta y la copiamos a continuación: "Los muchos años pasados en la India han debilitado mi constitución. No frecuento ya la vida social; la única ocupación de mi vida es el estudio de las literaturas orientales. Me prueba más este clima que el de Inglaterra; de otro modo no me hubiera movido de casa. Sírvase aceptar estas explicaciones de un enfermo. Mi vida marcha hacia su ocaso". La voluntaria reclusión de milord se explica suficientemente en estas líneas. Por lo demás, hemos realizado tantas pesquisas como hemos podido. Nada que haga sospechar la menor irregularidad ha llegado a nuestros oídos. En lo que respecta a la marcha de la camarera de milady, hemos visto el recibo que acreditaba el pago de su salario; en él la doncella hace constar que deja el servicio de milady porque Italia no le agrada y desea regresar a su país. Ello no es raro con los criados ingleses que salen al extranjero. Lady Montbarry nos dijo que se había abstenido de tomar otra doncella debido al rechazo de milord a admitir extraños en su casa desde que se sentía enfermo. La desaparición del guía Ferrari es, indiscutiblemente, una circunstancia sospechosa. Ni el barón ni milady pueden explicarla; por más que hemos indagado, nadie pudo arrojar luz sobre el asunto, ni dar datos que permitieran asociarlo directa o indirectamente con el objeto de nuestra investigación. Hemos examinado la maleta que Ferrari dejó en el palacio. No contenía sino ropa; ni dinero, ni el menor pedazo de papel en los bolsillos de los trajes. La maleta está en poder de la policía. Hemos tenido ocasión de hablar con una anciana que hace la limpieza de las habitaciones ocupadas por milady y el barón. Fue recomendada por el dueño de la fonda que enviaba la comida al palacio. La hemos interrogado pacientemente, pero ninguna de sus repuestas merece ser reproducida. El segundo día tuvimos el honor de celebrar una entrevista con lady Montbarry. Milady nos pareció muy apenada y enferma, y ni siquiera sospechaba para qué la necesitábamos. El barón de Rivar, que nos presentó, le explicó la índole de nuestra misión en Venecia, y le costó todo el trabajo del mundo hacerle comprender que todo aquello era pura fórmula. Habiendo convencido a milady sobre este punto, abandonó discretamente la estancia. Las preguntas que dirigimos a lady Montbarry se refirieron en su mayor parte, como es natural, a la enfermedad de milord. Las respuestas, dadas de una manera nerviosa, pero sin la menor reticencia, pueden resumirse así: Lord Montbarry había cambiado hacía algún tiempo, volviéndose nervioso e irritable. La primera vez que se quejó de su dolencia fue el 13 de noviembre último; pasó una noche de insomnio y calentura y al siguiente día se quedó en cama. Milady propuso llamar a un médico. Se negó a consentir, diciendo que para tan poca cosa no necesitaba un médico. Algunas limonadas calientes le harían sudar y esto bastaba. Milady preparó la limonada. El enfermo consiguió sudar y durmió algunas horas. Habiendo ya anochecido y necesitando a Ferrari, lady Montbarry hizo sonar la campanilla. No obtuvo respuesta. El barón de Rivar fue en busca del guía, pero no le encontró en la casa, ni en las inmediaciones. Desde entonces no habían vuelto a saber de él. Esto ocurrió el 14 de noviembre. En la noche de aquel día se presentaron de nuevo los síntomas febriles. Quizás, en parte, eran debidos a la alarma producida por la misteriosa desaparición de Ferrari. Había sido imposible ocultarle esta circunstancia, pues milord llamaba al guía incesantemente, insistiendo en que podría sustituir los cuidados de milady y del barón durante la noche.
El 15 -día en que entró a prestar sus servicios la anciana de la que hemos hablado-, milord se quejó de dolores y opresión en el pecho. Aquel día, y el siguiente, tanto milady como el barón quisieron otra vez llamar al médico. Rehusó categóricamente.
-No quiero ver caras extrañas; mi catarro seguirá su marcha a pesar de los médicos... -fue su respuesta.
El 17 empezó de tal manera que se decidió enviar por el médico, aun sin su consentimiento. El barón de Rivar, después de consultar al cónsul, llamó al doctor Bruno, conocido como uno de los mejores de Venecia; el cónsul lo recomendó porque el doctor había residido en Inglaterra y le eran familiares las prácticas médicas de nuestro país. Hasta aquí lo dicho por milady; a continuación exponemos lo que nos comunicó el doctor Bruno:
Según mi diario de visitas vi a lord Montbarry por primera vez el 17 de noviembre. Padecía un ataque agudo de bronquitis. Se había perdido un tiempo precioso por la obstinación del paciente en no dejarse visitar. En términos generales su estado de salud me pareció delicado. Había un gran desarreglo del sistema nervioso. Su carácter era tímido y contradictorio; cuando le hablé en inglés, me contestó en italiano, y cuando quise hablarle en este idioma, me respondió en inglés. Esto era lo de menos; la enfermedad había hecho tales progresos que tan sólo podía pronunciar unas cuantas palabras seguidas, y éstas en forma de débil murmullo. Apliqué inmediatamente los oportunos remedios. (Copia de las recetas, traducidas al inglés, se adjuntan a la presente memoria.)
Durante tres días mantuve una constante observación del paciente. Respondía al tratamiento, lenta, pero firmemente. Pude tranquilizar a lady Montbarry comunicándole que había cesado el peligro inminente. No he visto esposa más afecta y dedicada. En vano le aconsejé que contratase a una enfermera; no quería permitir que nadie cuidase a su marido. Noche y día, esa admirable dama estaba junto al lecho del paciente. Los pocos momentos que descansaba lo hacía a fuerza de súplicas de su hermano, que la sustituía. He de añadir que este hermano es un buen acompañante, muy amable e instruido. Su debilidad es la química, y hace experimentos en esos horribles sótanos del palacio; un día quiso que presenciase algunos experimentos, aunque como ya he tratado sobradamente con esa ciencia, rehusé. Pero me aparto del asunto; volvamos al enfermo. Hasta el 20, pues, las cosas iban bastante bien. No imaginaba el desastroso cambio que observé en milord al visitarle la mañana del 21. Estaba abatido, muy abatido. Examinándole para inquirir la causa, encontré síntomas de pulmonía. Respiraba con dificultad y no podía incorporarse. Pregunté, quedando convencido de que los medicamentos habían sido debidamente administrados y que no se había expuesto a bruscos cambios de temperatura. Me vi obligado, no sin embarazo, a informar a lady Montbarry de mi alarma, y al preguntarme ella si no sería aconsejable celebrar una consulta, tuve que responderle que la creía necesaria. Milady me dijo que no reparase en gastos y que llamase al mejor médico de Italia. El más famoso en mi opinión es Torello, de Padua. Envié un telegrama al gran práctico. Llegó aquella misma noche, y confirmó mi opinión; era una pulmonía y la vida del enfermo estaba en peligro. Le expliqué mi tratamiento y lo aprobó en su totalidad. Hizo algunas valiosas observaciones y, a petición de lady Montbarry, consintió en quedarse hasta la mañana siguiente. Vimos con frecuencia al paciente durante la noche. La dolencia, avanzando, se rebelaba contra todo tratamiento. El doctor Torello se fue por la mañana.
-Mi presencia aquí es inútil -me dijo-. Ese hombre no tiene remedio... quizás fuera prudente indicárselo. Advertí a milord, lo más suavemente que me fue posible, de que su hora había llegado.
Lord Montbarry recibió la noticia con bastante resignación, pero con alguna duda. Me hizo seña de que aproximase el oído a su boca y susurró débilmente:
-¿Está usted seguro?
No era ocasión para engañarle.
-Seguro del todo -contesté.
Se detuvo un momento para respirar, y luego murmuró de nuevo:
-¡Busque usted debajo de mi almohada!
Encontré bajo la almohada un sobre cerrado. Sus últimas palabras casi fueron imperceptibles.
-Échela usted personalmente.
Contesté, naturalmente, que así lo haría, y en efecto yo mismo la eché al correo. Leí el sobre. Iba dirigido a una señora, en Londres. No recuerdo la calle. El nombre sí; era un apellido italiano, Ferrari. Cuatro días después murió lord Montbarry. Cuando llegué todavía conservaba inteligencia, y en sus ojos comprendí que me había entendido cuando le dije que la carta estaba en el correo. Preguntar la causa de su muerte, y perdónenme por decir esto, es sencillamente absurdo. Su bronquitis derivó en pulmonía, no cabe la menor duda, y la pulmonía lo mató. La nota del doctor Torello va unida a un duplicado de mi certificación, solicitado, según me ha sido informado, por las compañías en las que milord había asegurado su vida. Las compañías aseguradoras inglesas deben de haber sido fundadas por aquel celebrado apóstol y famoso incrédulo del que nos habla el Nuevo Testamento que se llama Tomás.
Aquí termina la relación del doctor Bruno. Regresando a nuestras investigaciones, preguntada lady Montbarry nada ha podido decirnos de la carta puesta en el correo por el doctor Bruno a petición de lord Montbarry. ?Cuándo la escribió milord? ;Cuál era su contenido? ¿Por qué lo hizo en secreto? ¿Por qué escribirle a la mujer del guía? A estas preguntas no hemos obtenido respuesta. Parece obvio señalar que el asunto da lugar a algunas conjeturas. Quizás una aclaración por parte Mrs. Ferrari podría dar alguna clave. Su residencia en Londres puede hallarse fácilmente acudiendo a las oficinas de la asociación de guías italianos, en Golden Square.
Habiendo llegado al final del presente informe, llamamos su atención a su conclusión, justificada por el resultado de nuestras investigaciones. La cuestión parece ser ésta: ¿La investigación revela alguna circunstancia extraordinaria que pueda dar origen a sospechas acerca de la muerte de lord Montbarry? La investigación ha revelado, indudablemente, circunstancias extraordinarias, tales como la desaparición de Ferrari, la notable ausencia de servidumbre en la casa y la misteriosa carta que milord confió al doctor para ser echada al correo. ¿Pero dónde existe la prueba de que alguna de estas circunstancias se relacione, directa o indirectamente, con el acontecimiento que nos interesa, la muerte de lord Montbarry? En ausencia de tal prueba, y ante la evidencia presentada por dos famosos médicos, es imposible discutir que milord ha muerto de muerte natural. Así pues, nos limitamos a hacer constar que no existen razones válidas para negarse al pago de la suma por la cual el difunto lord Montbarry había asegurado su vida."
-Ahora, mi querida amiga, dígame lo que desea. No quiero darle prisa, pero son horas de despacho y tengo otros asuntos en que ocuparme además del suyo.
Dirigiéndose a la esposa de Ferrari en estos términos, propios de su habitual buen humor, Mr. Troy echó una mirada al reloj que tenía encima de la mesa, y luego se dispuso a escuchar lo que su cliente tenía que decirle.
-Es acerca de la carta con las mil libras -empezó Mrs. Ferrari-. He descubierto quién me la envió.
Mr. Troy dio un respingo.
-Realmente eso es importante -dijo-. ¿Quién lo hizo?
-Lord Montbarry, señor.
No era fácil coger a Mr. Troy por sorpresa. Pero Mrs. Ferrari había conseguido dejarlo atónito. Durante un instante sólo fue capaz de quedarse mirando a la mujer con expresión de asombro.
-¡Bah! -exclamó tan pronto como se hubo repuesto- Ahí existe alguna equivocación... no puede ser.
-No hay equivocación posible -replicó Mrs. Ferrari con firmeza -. Dos empleados de las compañías de seguros han venido a verme esta mañana para que les enseñe la carta. Estaban perplejos... especialmente al enterarse de lo del billete. Pero sabían de quién era la carta. El médico que asistió a milord en Venecia la echó al correo a petición del propio lord Montbarry. Si no me cree puede hablar con esos señores. Me preguntaron con mucha delicadeza si había título alguno que justificase un regalo tan espléndido. Les di mi parecer... que era un rasgo de la bondad de milord.
-¿De la bondad de milord? -repitió el abogado, cada vez más sorprendido.
-Sí, señor. Lord Montbarry me conoció, como toda su familia, cuando estaba en la escuela de su finca, en Irlanda. De haberle sido posible hubiese protegido a mi pobre marido. Pero estaba desamparado en manos de milady y del barón... ¡y lo único que podía hacer era socorrer mi viudedad, obedeciendo a su noble corazón!
-¡Bonita explicación! -exclamó Mr. Troy-. ¿Qué dijeron a eso los empleados de las aseguradoras?
-Me preguntaron si tenía pruebas de la muerte de mi marido.
-¿Y qué contestó usted?
-Les dije: tengo algo mejor que las pruebas, señores; tengo mi firme convicción.
-Y, naturalmente, se quedaron tan satisfechos.
-No me lo dijeron. Se miraron el uno al otro... y se despidieron.
-Eso haré yo también, Mrs. Ferrari, si no tiene usted algo más que contarme. Tendré en cuenta sus informes, realmente importantes, lo confieso; es lo único que puedo hacer a falta de pruebas.
-Puedo proporcionárselas, señor... si es eso lo que necesita -dijo Mrs. Ferrari con gran dignidad-. Tan sólo deseo saber si la ley permite hacer lo que intento. Debe haber leído en los ecos de sociedad de los periódicos que lady Montbarry ha llegado a Londres y que reside en el Hotel Newbury. He resuelto ir a verla.
-¡Qué barbaridad! ¿Y puedo preguntar para qué, Mrs. Ferrari? -cuchicheó.
-¡Para tenderle una trampa! No la visitaré con mi nombre... me anunciaré como quien va a un asunto cualquiera, y lo primero que le diré al verla será: "Vengo, milady, a comunicarle que la viuda de Ferrari ha recibido el dinero". ¡Ah... bien puede usted estremecerse, Mr. Troy! ¿Casi le causo a usted miedo, verdad? Tranquilícese usted; la prueba que se me pide la encontraré en la culpabilidad de su rostro. ¡Que mude de color... que baje los ojos un momento... yo lo veré! Lo único que deseo saber es si la ley lo permite.
-La ley lo permite -contestó Mr. Troy con severidad-, pero que lo permita milady ya es otra cosa. ¿Tiene usted realmente el valor necesario para llevar a cabo su estratagema? Según Miss Lockwood, usted es nerviosa y tímida... y a mí también me lo parece.
-Si usted hubiese vivido en el campo y no en Londres -replicó Mrs. Ferrari-, habría tenido ocasión de ver a las ovejas convertidas en lobos. No digo que yo sea una mujer atrevida... muy al contrario. Pero en presencia del mal, y pensando en mi esposo asesinado, si de las dos alguna ha de tener miedo no soy precisamente yo. Y ahora, señor, le dejo. Ya sabrá usted el final. Buenos días.
Con estas atrevidas palabras la esposa del guía, después de echarse el chal a la espalda, se encaminó a la puerta. Mr. Troy sonrió, no burlona, sino compasivamente.
-¡Pobre ignorante! -pensó-. Si la mitad de lo que se cuenta de lady Montbarry es cierto compadezco a Mrs. Ferrari y a su trampa. No sé cómo acabará esto.
Ni siquiera la enorme experiencia de Mr. Troy bastaba para adivinar adónde iría a parar todo aquello.
Mrs. Ferrari, firme en su idea, fue directamente del despacho de Mr. Troy al Hotel Newbury.
Lady Montbarry estaba en sus habitaciones, sola. Pero los recepcionistas del hotel vacilaban al ver que la visitante rehusaba decir su nombre. La nueva doncella de milady cruzaba el vestíbulo en el preciso momento en que se ventilaba la cuestión. Era francesa, y decidió el asunto a la manera pronta, fácil y racional de sus compatriotas... "El aspecto de esta señora es respetable. Puede tener sus razones para no dar su nombre, y milady estar de acuerdo con ello. De todos modos no tengo órdenes prohibiendo el paso de una señora extraña, por lo que el asunto sólo concierne a esta señora y a milady. ¿Quiere la señora, pues, tener la amabilidad de seguir a la doncella de milady?" A pesar de su decisión, el corazón de Mrs. Ferrari palpitaba al cruzar la antesala y llegar a una puerta lateral, a la que llamó la doncella. Pero las personas de temperamento nervioso más exagerado son las más capaces (probablemente haciendo un supremo y espasmódico esfuerzo) de llevar a cabo las acciones más heroicas y audaces. Una clara y grave voz contestó desde dentro: "Adelante". La camarera, abriendo la puerta, anunció:
-Una señora que desea hablar con milady -y se retiró inmediatamente.
Durante los instantes en que sucedía todo esto la tímida Mrs. Ferrari trataba de dominar el loco palpitar de su corazón; se detuvo en el umbral, consciente de sus manos temblorosas, de sus labios secos y de cómo ardía su frente; así, llegó ante la viuda de lord Montbarry, tan serena exteriormente como la propia milady. Era poco después del mediodía, pero el aposento estaba a media luz. Las ventanas tenían corridas las cortinas. Lady Montbarry estaba sentada de espaldas a las ventanas, como si aquella luz, aun apagada, le disgustase. Físicamente había desmejorado desde el día en que el doctor Wybrow la viera en su consulta. Su belleza había desaparecido; su cara sólo era piel y hueso; el contraste entre su lívida tez y sus centelleantes ojos había aumentado. Vestida toda de negro, con la excepción de su tocado de viuda, de brillante blancura, reclinada en el sofá sobre una manta de piel, miró a la desconocida con un destello de lánguida curiosidad, y luego devolvió sus ojos a la pantalla que mantenía entre el fuego del hogar y su rostro.
-No la conozco -dijo-. ¿Qué desea?
Mrs. Ferrari trató de contestar. Su ímpetu había desaparecido. Las osadas palabras que había decidido pronunciar se agitaban en su mente pero se extinguían en sus labios. Hubo un momento de silencio. Lady Montbarry echó una nueva mirada sobre la silenciosa desconocida.
-¿Es usted sorda? -preguntó.
Otro silencio. Lady Montbarry volvió los ojos a la pantalla añadiendo:
-Quizás ha venido a pedirme dinero...
¡Dinero! esta palabra reanimó el abatido espíritu de la mujer del guía. Recobró el valor y el habla.
-¡Míreme milady! -dijo con audacia.
Lady Montbarry posó en ella sus ojos por tercera vez. La frase fatal fue pronunciada por Mrs. Ferrari:
-Vengo, milady, a comunicarle que la viuda de Ferrari ha recibido el dinero.
Los centelleantes ojos de lady Montbarry miraron con fijeza a aquella mujer que le hablaba en semejantes términos. Ni la menor expresión de confusión o sobresalto, ni siquiera un momentáneo destello de interés alteraron la mortal inmovilidad de su faz. Apartó sus ojos y los devolvió a la pantalla con la misma calma que otras veces. La prueba se había llevado a cabo, y había fracasado terminantemente. Siguió un nuevo silencio. Lady Montbarry reflexionó... Una sonrisa, a la vez triste y cruel, apareció en sus delgados labios. Señaló una silla al extremo de la sala.
-Haga el favor de sentarse -dijo.
Abatida por el sentimiento de fracaso, no sabiendo ya qué decir ni hacer, Mrs. Ferrari obedeció maquinalmente. Lady Montbarry, incorporándose por primera vez, la examinó con atención mientras cruzaba la estancia, y de nuevo se dejó caer en la posición en que Mrs. Ferrari la había encontrado.
-No -se dijo-, camina con seguridad; no está embriagada... es probable que esté loca.
Había hablado lo bastante alto como para ser oída. Herida por el insulto, Mrs. Ferrari replicó inmediatamente:
-¡Estoy tan embriagada o loca como usted!
-¿Sí? -dijo lady Montbarry-. Entonces es usted una insolente. En este país los ignorantes suelen ser insolentes. Sin duda se debe a la libertad que se les concede. Algo muy inglés, que los extranjeros podemos observar al transitar por las calles. Pero yo no puedo ser insolente con usted. Difícilmente puedo comprender lo que ha dicho. Mi doncella ha cometido una imprudencia haciéndola pasar. Supongo que su apariencia la ha inducido a ese error. Y ahora pregunto: ¿quién es usted? Ha citado a un hombre que nos dejó de un modo muy extraño. ¿Era acaso casado? ¿Es usted su mujer? ¿Sabe usted dónde está?
La indignación de Mrs. Ferrari superó todos los límites. Se adelantó hacia el sofá; olvidó todo temor inmersa en la vehemencia y furia de su respuesta.
- ¡Soy su viuda... y usted lo sabe, usted, mujer perversa! ¡Ah! ¡Fue una hora desgraciada aquélla en que Miss Lockwood recomendó mi marido a lord Montbarry...!
Antes de que Mrs. Ferrari pudiera decir otra palabra, lady Montbarry saltó del sofá con la prontitud y agilidad de un gato, la asió por ambos brazos y la sacudió frenéticamente, como una loca.
-¡Miente usted! ¡Miente usted!
La dejó después de gritar esto y extendió sus manos con gesto desesperado.
-¡Oh, Dios mío! ¿Será posible? -exclamó-. ¿Habrá alcanzado Ferrari mi casa gracias a esa mujer?
Se volvió como un rayo hacia Mrs. Ferrari y la detuvo cuando ésta iba a ganar la puerta.
-¡No se mueva; no se mueva y conteste! ¡Si grita, como hay un Dios en el cielo que la ahogo con mis propias manos! Siéntese y no tema. ¡Perversa! ¡Confiese usted que mentía cuando ha mencionado el nombre de Miss Lockwood! ¡No! ¡No la creo aun cuando me lo jure! No lo creeré hasta que Miss Lockwood lo afirme por su boca. ¿Dónde vive? ¡Conteste, miserable, y luego, váyase!
Aterrada, Mrs. Ferrari vaciló. Lady Montbarry le tendió sus manos amenazantes, crispando los amarillos y descarnados dedos. Mrs. Ferrari retrocedió y dio las señas. Milady señaló despreciativamente la puerta; después cambió de idea.
-¡No, aún no! Usted le contará a Miss Lockwood lo ocurrido y ella no querrá recibirme. Voy a su casa y usted vendrá conmigo. No tema, sólo me acompañará hasta la puerta, no más allá. Siéntese. Voy a llamar a la camarera. Póngase de espaldas a la puerta; su cara asustada sólo puede llamar la atención.
Tiró del cordón de la campanilla. Apareció la doncella.
-¡Mi abrigo y un sombrero, inmediatamente!
La doncella trajo los objetos pedidos.
-¡Un coche a la puerta; que lo encuentre al bajar!
La doncella salió corriendo. Lady Montbarry se miró al espejo y volviéndose con felina rapidez hacia Mrs. Ferrari, dijo:
-Estoy más cadavérica que antes, ¿verdad? Déme el brazo.
Mrs. Ferrari obedeció y salieron del aposento.
-No tiene nada que temer si me obedece -le dijo bajando las escaleras-. Me dejará a la puerta de Miss Lockwood, y nunca más intentará verme.
En el vestíbulo encontraron a la dueña del hotel. Lady Montbarry presentó a su compañera.
-Mi buena amiga Mrs. Ferrari, a quien he tenido mucho placer en ver.
La dueña las acompañó hasta la puerta. El coche estaba esperando.
-Suba usted primero, Mrs. Ferrari -dijo milady-, y déle las señas al cochero.
El carruaje partió. El variable humor de lady Montbarry cambió de nuevo. Con un gemido de angustia se reclinó en un rincón. Sumida en sus negros pensamientos, ajena a la mujer que había doblegado merced a su voluntad de hierro, como si no existiese, se mantenía en un siniestro silencio, hasta que llegaron frente al domicilio de Miss Lockwood. En un momento recobró su viveza. Abrió la puerta del coche, saltó de él y cerró de nuevo antes de que el cochero alcanzase a bajar del pescante.
-Lleve esta señora a su casa -dijo pagándole.
Momentos después llamaba a la puerta de la casa.
-¿Está Miss Lockwood en casa? -preguntó.
-Sí, señora.
-¿Adónde, señora? -preguntaba entretanto el cochero a Mrs. Ferrari.
Ésta se pasó la mano por la frente, tratando de coordinar sus ideas. ¿Podía ella dejar desamparada en manos de lady Montbarry a su amiga y protectora? Continuaba indecisa acerca de lo que tenía que hacer, cuando un caballero, deteniéndose a la puerta de Miss Lockwood, miró por azar hacia el coche y la vio.
-¿Venía usted a ver a Miss Agnes? -le preguntó.
Era Henry Westwick. Mrs. Ferrari juntó sus manos en señal de gratitud.
-¡Vaya usted, señor! –exclamó-. ¡Suba usted sin perder un momento! ¡Esa espantosa mujer está con Miss Lockwood! ¡Corra a protegerla!
-¿Qué mujer? -preguntó Henry.
La respuesta le impresionó vivamente. Con la sorpresa y la indignación pintados en su rostro miró a Mrs. Ferrari al ser pronunciado el aborrecido nombre de lady Montbarry.
-Voy a ver -fue todo lo que dijo.
-Lady Montbarry, señorita.
Agnes estaba escribiendo una carta cuando la sirvienta la dejó estupefacta con el nombre de la visita. Su primer impulso fue negarse a recibirla. Pero lady Montbarry había tenido la precaución de seguir a la criada, y antes de que Agnes hubiese podido decir una palabra se introdujo en el salón.
-Le pido a usted mil perdones por mi intrusión, Miss Lockwood. Pero debo hacerle una pregunta que tiene para mí un inmenso interés. Nadie salvo usted puede contestarla.
Con tono grave y vacilante, los ojos fijos en el suelo, lady Montbarry inició la entrevista con aquellas palabras.
Sin hablar, Agnes señaló una silla. Era lo único que podía hacer en aquel momento. Todo lo que había leído de la oscura y siniestra vida en el palacio de Venecia; todo cuanto había oído de la trágica muerte de Montbarry en un país extranjero; todo lo que sabía de la misteriosa desaparición de Ferrari acudió de súbito a su mente en el mismo momento en que la enlutada figura se presentó ante sus ojos. La extraña conducta de lady Montbarry venía a añadir una nueva perplejidad a las dudas y recelos que la conturbaban. ¡Allí estaba aquella aventurera, cuyo carácter había dejado huella en toda Europa, inconcebiblemente transformada en una tímida y temblorosa criatura! Ni una sola vez, desde que había entrado en la estancia, Lady Montbarry había aventurado una mirada sobre Agnes. Adelantándose a tomar la silla que ésta le había señalado, vaciló, puso la mano sobre el respaldo para apoyarse, y permaneció inmóvil.
-Permítame un momento -dijo débilmente.
Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho; estaba ante Agnes como un reo confeso ante un juez inflexible.
El silencio que siguió era, por ambas partes, el silencio del miedo. En medio de ese silencio se abrió la puerta y apareció Henry Westwick. Miró a lady Montbarry, se inclinó con glacial cortesía y pasó adelante. Al ver al hermano de su marido, el abatido espíritu de la condesa renació a la vida. Se irguió. Sus ojos miraron los de Henry con aire de reto. Devolvió el saludo con sonrisa desdeñosa. Henry se acercó a Agnes.
-¿Ha sido invitada por ti esta dama? -preguntó calmosamente.
-No.
-¿Deseas hablar con ella?
-Su presencia me resulta penosa.
El joven se volvió hacia su cuñada.
-¿Ha oído? -le dijo fríamente.
-He oído -contestó ella con mayor frialdad aún.
-Su visita es, cuando menos, inoportuna.
-Su intervención es, cuando menos, impertinente.
Y diciendo esto, lady Montbarry se aproximó a Agnes.
La presencia de Henry parecía servirle de alivio y estímulo.
-Permítame usted que le haga mi pregunta, Miss Lockwood -dijo con afabilidad-. No es comprometedora. ¿Cuando el guía Ferrari se dirigió a mi marido para que le contratase, usted...?
Le faltó resolución para concluir. Se dejó caer, temblando, en una silla, y después de un momento pudo serenarse.
-¿Permitió usted que Ferrari -continuó- usase su nombre para así garantizar su contratación?
Agnes no contestó con su habitual concisión. La referencia a Montbarry, procedente de aquella mujer, la hacía sentirse agitada y confusa.
-Conozco a la esposa de Ferrari desde hace muchos años -empezó-, y me inspira un gran interés...
Lady Montbarry levantó bruscamente sus manos con gesto suplicante.
-¡Oh, Miss Lockwood; no malgaste usted el tiempo hablando de ella! Conteste sí o no a mi pregunta.
-Permíteme que lo haga yo -dijo Henry-. Sé lo bastante para poder responder.
Agnes rehusó con un gesto. La interrupción de lady Montbarry había despertado en ella un sentimiento que la empujaba a comportarse como debía. Contestó del modo más claro.
-Cuando Ferrari escribió a lord Montbarry -dijo-, usó mi nombre, en efecto.
Todavía no había adivinado qué era lo que pretendía su visitante. Pero la impaciencia de lady Montbarry no le permitía el menor disimulo. Se puso en pie y avanzó hacia Agnes.
-¿Fue con su conocimiento y con su permiso? -preguntó milady-. Todo lo que quiero saber es eso. Por el amor de Dios, ¿fue así o no?
-¡Sí!
Aquella palabra cayó como una lápida sobre lady Montbarry. La vida que animaba su semblante momentos antes se extinguió súbitamente y pareció convertirse en piedra. Permaneció, maquinalmente, delante de Agnes, con una inmovilidad tan perfecta que ni siquiera su respiración era perceptible.
-Levántese -dijo Henry rudamente-. Ya tiene su respuesta.
-Lo que tengo es mi sentencia -dijo en voz baja, mirándolo.
Y se encaminó lentamente hacia la puerta.
Para asombro de Henry, Agnes evitó que saliera.
-Un momento, lady Montbarry; yo también tengo algo que preguntarle.
Lady Montbarry se detuvo en el acto, con la misma sumisión con que hubiese obedecido a una voz de mando. En el otro extremo de la estancia, Henry empujó suavemente a Agnes a un lado y la regañó.
-Has hecho mal en detenerla -dijo.
-No -susurró Agnes-, he recordado algo.
-¿Qué?
-La mujer de Ferrari; lady Montbarry puede saber algo de su esposo.
-Puede, pero no lo dirá.
-Es posible, Henry, pero debo intentarlo por la pobre Emily.
-Tu bondad es inagotable -dijo el joven mirándola con admiración.-¡Siempre pensando en los demás y nunca en ti misma!
Entretanto lady Montbarry esperaba con extraña resignación. Agnes se volvió hacia ella.
-Perdóneme por haberla hecho esperar -dijo dulcemente-. Usted ha hablado de Ferrari; de él quiero hablarle yo también.
Lady Montbarry inclinó la cabeza en silencio. Su mano temblaba al llevarse el pañuelo a la frente. Agnes notó aquel temblor y retrocedió un paso.
-¿Le es doloroso este asunto? -preguntó tímidamente.
Siempre en silencio, lady Montbarry le indicó con un movimiento de mano que podía continuar. Henry se aproximó, mirando atentamente a su cuñada. Agnes prosiguió:
-En Inglaterra no se ha hallado de él el menor rastro. ¿Tiene usted noticias suyas?
Los delgados labios de milady se entreabrieron en una triste y cruel sonrisa.
-¿Por qué me pregunta a mí por el guía? -contestó-. Ya sabrá lo que ha sido de él, Miss Lockwood, pero a su debido tiempo.
Agnes se estremeció.
-No la comprendo -dijo-, ¿cómo podré saberlo? ¿Me lo dirá alguien?
-Sí, alguien se lo dirá.
Henry no pudo permanecer por más tiempo en silencio.
-Quizás la misma milady... -interrumpió con ironía.
-Quizás tenga razón -contestó con maneras desdeñosas la condesa, quizá un día sea yo quien le diga a Miss Lockwood lo que ha sido de Ferrari, si...
Se detuvo con los ojos fijos en Agnes.
-¿Si qué? -preguntó Henry.
-Si Miss Lockwood me fuerza a ello.
Agnes la escuchaba con estupor.
-¿Forzarla a ello? -repitió-. ¿Cómo podría ser eso? ¿Quiere usted decir que mi voluntad es más fuerte que la suya?
-¿Quiere decir que la llama no quema al insecto que se precipita en ella? -respondió lady Montbarry-. ¿Ha oído hablar de la fascinación del terror? Yo siento por usted esa fascinación. No tengo deseos de verla; usted es mi enemigo. Por primera vez en mi vida, contra mi voluntad, me someto a mi enemigo. ¡Vea usted! Aquí me he quedado, esperando, porque así me lo ha mandado; y mi temor crece ¡se lo juro! cuanto más tiempo pasa. ¡Oh... no me obligue a saciar su curiosidad o su compasión! Siga usted el ejemplo de Mr. Westwick. Sea seca y brutal como él. No perdone. Dígame que me vaya.
La franca y sencilla naturaleza de Agnes no podía descubrir un significado inteligible en aquel exabrupto.
-Se equivoca usted creyéndome su enemiga -dijo-. El daño que usted me hizo al aceptar la proposición de lord Montbarry no era intencionado. Y la perdoné del todo después de que él hubiera muerto...
Henry estaba escuchando con una mezcla de admiración y disgusto.
-¡Basta! -exclamó-. ¡Eres demasiado buena para ella... no lo merece!
Su interrupción le pasó inadvertida a lady Montbarry. Las sencillas palabras con que Agnes le había contestado habían absorbido toda su atención. Al oírla, su faz había cambiado, expresando un agudo y tremendo dolor. Su voz delataba que había perdido cualquier esperanza.
-Inocente criatura -dijo-, ¿qué importa su perdón? No trato de asustarla; me siento miserable. ¿Sabe lo que es tener el firme presentimiento de que el mal se acerca, y sin embargo, no tener la esperanza de que esa convicción pueda evitarlo? Cuando la vi a usted por primera vez, antes de mi boda, aún me quedaba esperanza. Una esperanza que ha vivido en mí hasta hoy. Pero usted la ha matado al responder a mi pregunta sobre Ferrari.
-¿He destruido yo sus esperanzas? -exclamó Agnes-. ¿Qué relación existe entre el hecho de que yo permitiese a Ferrari usar mi nombre y las espantosas cosas que está usted diciendo?
-Está próximo el día, Miss Lockwood, en que lo descubrirá. Entretanto, le explicaré en pocas palabras el porqué de mi temor hacia usted. El día en que le arrebaté a su amor... ¡estoy plenamente convencida de ello!... fue usted elegida como el instrumento de expiación de mis pecados de tantos años. ¡Oh... cosas semejantes les han ocurrido ya a otros! Ha habido personas que, inocentemente, han inducido a otras a cometer el mal. Usted ha hecho eso conmigo... y hará más aún. Me conduce fatalmente al día del descubrimiento y el castigo, que merezco. Nos volveremos a ver... aquí, en Inglaterra, o en Venecia, donde mi marido murió, pero será la última vez.
A pesar de su buen sentido y de no creer en supersticiones, Agnes quedó impresionada por la ansiedad con que fueron dichas aquellas frases. Se volvió a Henry, intensamente pálida.
-¿Comprendes lo que dice?
-Nada más fácil de comprender -respondió él desdeñosamente-; sabe lo que ha sido de Ferrari y trata de confundirte con una maraña de patrañas porque no se atreve a confesar la verdad. ¡Deja que se vaya!
Lady Montbarry repuso:
-Aconseje a Mrs. Ferrari que tenga paciencia. Usted sabrá lo que le ha pasado a su esposo, y podrá decírselo. No se preocupe. Algún acontecimiento sin importancia volverá a reunirnos. Tan poco importante como la recomendación de Ferrari. Patrañas, Mr Westwick. Cosas absurdas y tristes. Pero las mujeres siempre decimos cosas absurdas, ¿verdad? Buenos días, Miss Lockwood.
Abrió la puerta rápidamente, como si temiera que fueran a retenerla de nuevo, y salió de la estancia.
-¿Crees que está loca? preguntó Agnes.
-La creo simplemente perversa. Falsa, supersticiosa, cruel; pero de ninguna manera loca. Su intención al venir aquí ha sido atemorizarte.
-Y lo ha conseguido. Me avergüenzo de confesarlo; pero es así.
Henry la miró un momento, vaciló, y luego se sentó a su lado, en el sofá.
-Estoy angustiado por ti, Agnes -dijo-. De no haber sido por la casualidad que me ha conducido hasta aquí... ¿quién sabe lo que esa mujer te hubiera dicho o hecho de encontrarte sola? Llevas una vida exageradamente solitaria. Me entristece pensar en ello; sobre todo después de lo que ha ocurrido hoy. ¡No! ¡No! Es inútil decir que cuentas con tu anciana nodriza. Es demasiado vieja; no sirve para protegerte. No tergiverses mi interés, Agnes; lo que digo está inspirado por mi afecto.
Henry le tomó una mano. Ella hizo un leve intento de retirarla, pero sin resultado.
-¿Llegará el día -continuó con acento suplicante-, en que me corresponda el deber de protegerte? ¿Un día en el que tú seas para siempre la alegría y el orgullo de mi vida?
Le estrechó dulcemente la mano. Agnes no contestó. Su rostro pasaba alternativamente de la lividez al rubor más encendido; sus ojos evitaban los de él.
-Soy tan desdichado que no consigo sino ofenderte -se reprochó Henry.
Ella contestó en un susurro:
-¡No!
-¿Te he disgustado?
-Me haces pensar en los tristes días del pasado.
No dijo más; por segunda vez intentó retirar la mano. Él continuó reteniéndola; se la llevó a los labios.
-¿Y no puedo aspirar a hacerte pensar en otros días, días más felices? O, si has de pensar en días pasados, ¿por qué no lo haces en aquellos en los que empecé a amarte?
La joven suspiró hondamente.
-No sigas hablando, Henry -contestó con tristeza-, evítame esos pensamientos.
El color reapareció en sus mejillas; su mano temblaba en la de Henry. Estaba adorable; sus ojos fijos en el suelo, su pecho palpitante. En aquel momento el joven hubiera dado todo lo del mundo por estrecharla entre sus brazos y cubrirla de besos. Una misteriosa empatía, transmitida de mano a mano, reveló a Agnes lo que pasaba por la mente de Henry. Finalmente, separó su mano y afrontó su mirada. Había lágrimas en sus ojos. No dijo nada; dejó que sus ojos hablasen por ella. Ellos advirtieron a Henry, sin cólera ni disgusto, que no debía ir más allá en aquel momento.
-Dime sólo que me perdonas -dijo Henry levantándose del sofá.
-Sí -contestó ella-, estás perdonado.
-¿No he perdido tu estima, Agnes?
-¡Oh, no!
-¿Quieres que me vaya?
Ella se levantó y se dirigió al escritorio antes de contestar. La carta que estaba escribiendo cuando llegó lady Montbarry, yacía sobre la carpeta, inacabada. Al mirar primero la carta y luego a Henry, la sonrisa que tanto encantaba a todo el mundo apareció de nuevo en sus labios.
-No te vayas todavía -dijo-, porque tengo algo que decirte. Apenas sé cómo explicarme. Quizá será mejor dejar que lo adivines. Hablabas de mi vida. No es una vida feliz, Henry, lo confieso.
Hizo una pausa. En el rostro del joven se pintaba una ansiedad creciente.
-¿Sabes que me he anticipado a tu idea? -continuó-. Voy a cambiar completamente de vida, si es que tu hermano Stephen y su esposa están de acuerdo.
Abrió el pupitre mientras hablaba. Henry, atenazado por las dudas, se mantenía en silencio. Era imposible que aquel cambio de vida significara que fuera a casarse, pero sintió una profunda aversión hacia el sobre que ella le mostraba. Sus miradas se encontraron; ella sonrió.
-Mira esta carta -dijo-. Quizás reconozcas la letra. Miró el sobre. Era una letra grande e irregular, de niño. Lo abrió inmediatamente. "Querida tía Agnes: Nuestra aya se ha marchado. Ha heredado mucho dinero y una casa. Hemos tomado dulces y un licor que nos ha regalado para festejar su fortuna. Tú nos prometiste ser nuestra aya, y ésta es la ocasión. Mamá no sabe que te escribo. Ven enseguida, antes de que mamá contrate otra institutriz. Tu querida Lucy es la que te escribe. Claire y Blanche han tratado de hacerlo también, pero son aún muy pequeñas y lo emborronan todo".
-De tu sobrina, la mayor -explicó Agnes mientras Henry la miraba estupefacto. -Las niñas se acostumbraron a llamarme tía cuando pasé el otoño con ellas. Eran mis compañeras inseparables... son las criaturas más encantadoras del mundo. Es enteramente cierto que les prometí ser su aya si se iba la que tenían. Cuando llegaste estaba escribiendo a tu cuñada.
-¿Pero estás de broma? -exclamó Henry.
Agnes puso en sus manos la carta. Agnes se ofrecía para el cargo de institutriz en la casa de los Westwick. La estupefacción de Henry se desbordó.
-¡Pero allí no van a creer que hablas en serio! -dijo.
-¿Por qué no? preguntó Agnes sin inmutarse.
-Eres la prima de Stephen y una antigua amiga de su esposa.
-Doble motivo para confiarme la educación de sus hijas.
-Pero tú eres de su misma clase... no tienes necesidad de ganarte la vida dependiendo de nadie. ¡Es absurdo pensar que puedas entrar al servicio de nadie!
-¿Qué tiene de absurdo? Las niñas me quieren; su madre también; mi primo siempre me ha profesado una auténtica amistad. Soy la persona indicada para el puesto, y en cuanto a mis conocimientos, muy olvidados deberían estar para que no me permitieran educar a unas niñas. Dices que soy su igual. ¿No hay otras mujeres que sirven a sus iguales? Además, tampoco me creo su igual. ¿No es Stephen el heredero del título? ¿No es un lord? No quiero discutir si hago bien o mal dando este paso... esperemos los acontecimientos. Estoy cansada de mi vida aquí, y anhelo ser más feliz y más útil en otro hogar. Estoy segura de que tanto tu cuñada como tu hermano aceptarán mi propuesta.
Henry se sometió pero no quedó convencido. Era hombre al que repugnaba cualquier excentricidad, incluso cualquier acto que se apartase de la costumbre, y sentía recelo del cambio que Agnes se proponía introducir en su vida. Con nuevos intereses que ocupasen su espíritu, quizás la encontrase menos propicia a escucharle cuando él volviera sobre sus pretensiones. La vida solitaria e inútil de la que ella se quejaba jugaba en su favor; cuanto más vacío se hallase su corazón mas accesible le sería. Si sus sobrinas lo colmaban, las nubes de la duda vendrían a oscurecer sus proyectos. Conocía demasiado al bello sexo para no abrigar aquellos egoístas temores. Pero con una mujer tan sensible como Agnes la única política que podía tomarse era la de permanecer a la expectativa. Optó pues por disimular su disgusto y cambió de conversación.
-La carta de mi sobrinita me ha hecho recordar uno de los motivos que me han hecho venir.
Agnes miró la carta de la niña.
-¿Cómo? -preguntó.
-La institutriz de Lucy no es la única persona que ha tenido la fortuna de heredar -confesó Henry-. ¿Está tu nodriza en casa?
-¿Ha heredado algo mi nodriza?
-Un centenar de libras. Llámala, Agnes. Mientras viene te leeré la carta.
Agnes agitó la campanilla mientras Henry sacaba un puñado de cartas de su faltriquera. Al regresar junto a él observó en sus manos un impreso. Se trataba de un folleto encabezado por estas palabras: "Compañía del Hotel Palace, Venecia". Las dos palabras, Palace y Venecia, le trajeron a la mente la desagradable visita de lady Montbarry.
-¿Qué es eso? -preguntó, señalando el impreso.
-Un negocio prometedor. Los buenos hoteles siempre rinden beneficios si están bien dirigidos. Conozco a quien va a dirigir éste, y tengo tanta confianza en él que he comprado acciones.
La respuesta pareció dejar insatisfecha a Agnes.
-¿Y por qué se llama Palace? -preguntó.
Henry la miró, e inmediatamente comprendió el motivo que la impulsaba a hacer aquella pregunta.
-Sí -dijo-, es el palacio en que vivía mi hermano. Va a ser transformado en hotel.
Agnes le dio la espalda silenciosamente y se sentó en el extremo opuesto de la sala. Henry le había causado un gran disgusto. Ella sabía que las rentas del joven eran escasas, por lo que era comprensible que buscase negocios para acrecentarlas. Pero no podía sino censurar que Henry se intentase lucrar con la casa en que su hermano había muerto. Incapaz de comprender este punto de vista sentimental sobre lo que le parecía un negocio lícito y diáfano, Henry se concentró de nuevo en sus papeles, algo perplejo por aquel súbito cambio en la actitud de Agnes. Acababa de encontrar la carta que buscaba cuando apareció la nodriza en el dintel de la puerta. El joven miró a Agnes, esperando que ésta hablara, pero ella ni siquiera alzó el rostro al llegar la anciana. Fue Henry quien tuvo que explicar por qué se la había llamado.
-Bueno, nodriza -dijo-, ha tenido usted un pequeño golpe de suerte. Le han legado cien libras.
La nodriza no mostró signo alguno de excitación. Se mantuvo en silencio mientras su mente absorbía la noticia, y luego dijo serenamente:
-¿Y quién me ha dejado ese dinero, Mr. Westwick?
-Lord Montbarry, mi difunto hermano.
Agnes levantó la cabeza con viveza. Henry continuó:
-Ha dejado algo como recuerdo a todos los criados de la familia que aún viven. Aquí tiene la carta de su abogado.
En todas las clases sociales la gratitud es la más rara de las virtudes humanas. Pero en la de la nodriza es virtud más rara aún. Su opinión acerca del hombre que había engañado y abandonado a su señora seguía siendo desfavorable, sin que la mejorara la pasajera circunstancia del legado.
-¡Me admira que milord se acordase de los criados! -dijo-. ¡Jamás tuvo corazón!
Agnes la interrumpió bruscamente. La naturaleza es capaz de proporcionar energía incluso a las más dulces criaturas. La misma Agnes era capaz, en ocasiones, de mostrarse iracunda. La observación de la nodriza sobre el carácter de Montbarry la sacó de sus casillas.
-¡Si te quedara un mínimo decoro -exclamó- te avergonzarías de lo que acabas de decir! Tu ingratitud me repugna. Te dejo con ella, Henry. Supongo que a ti no te molestará.
Con esta indirecta, con la que Agnes indicaba que su estimación por él había disminuido, la joven abandonó la estancia. La nodriza recibió el correctivo con desparpajo. Cuando se cerró la puerta, la filosófica anciana se giró hacia Henry.
-¡Qué obstinadas son las jóvenes! -observó-. Miss Agnes no quiere oír hablar mal de milord, a pesar de cómo se comportó con ella. Y desde que ha muerto, peor aún. Pero se le pasará con el tiempo. ¡Usted insista, Mr. Westwick, no la deje!
-Agnes no quería ofenderla -dijo Henry.
-¡Ofenderme! Me gusta verla enfadada de vez en cuando, como cuando era una niña. ¡Dios me la conserve! Cuando le dé las buenas noches, me besará diciendo: Nodriza, perdona mi mal humor... ¡Pobre ángel! ¿Y qué haré con ese dinero, Mr. Westwick? Si fuese joven me compraría vestidos y alhajas. Pero ya no tengo edad para eso. ¿Qué voy a hacer con mi herencia?
-Colóquela a interés -sugirió Henry-, siempre obtendrá un beneficio.
-¿Cuánto beneficio?
-Si compra papel del Estado, tres o cuatro libras cada año.
La nodriza movió la cabeza.
-¿Tres o cuatro libras anuales? ¿Qué puedo hacer con eso? Necesito más. Mire usted, Mr. Westwick, ese dinero no me preocupa... quien me lo da no fue nunca santo de mi devoción. Si lo perdiese mañana no me importaría gran cosa; tengo todo cuanto necesito. Dicen que usted es hombre de negocios. Inviértalo en algo bueno, aunque sea arriesgado. O mucho o nada... ¡papel del Estado!
E hizo un mohín expresando su desprecio por la deuda pública. Henry sacó el folleto del Hotel Palace.
-Es usted una vieja muy lista -dijo-. Aquí tiene lo que desea... mucho o nada. Pero es imprescindible que no le diga ni una palabra a Miss Lockwood. Creo que no le ha gustado nada que yo tome parte en este negocio.
La nodriza se puso las antiparras.
-Seis por ciento garantizado -leyó-. Y los directores creen que el dividendo puede llegar al diez por ciento o aún más. Esto me conviene, Mr. Westwick. ¡Y por todos los santos, recomiende el hotel a todos sus amigos!
De esta forma, también la nodriza, siguiendo el ejemplo de Henry, invirtió su dinero en la casa en que lord Montbarry había muerto. Transcurrieron tres días antes de que Henry apareciese por el hogar de Agnes. En ese intervalo, la leve nube que se había interpuesto entre ellos había desaparecido. Agnes le recibió más amable que nunca. Estaba de mejor humor que de costumbre. Su carta a Stephen había sido contestada a vuelta de correo, y su proposición aceptada con júbilo aunque con una pequeña modificación. Estaría un mes con los Westwick y, si realmente le gustaba educar a las niñas, se quedaría como aya, tía y prima, todo en una, y sólo saldría de aquella casa para celebrar el acontecimiento de su matrimonio.
-¿Ves como yo tenía razón -dijo Agnes.
Henry no acababa de creérselo.
-¿De veras vas a irte? -preguntó.
-Desde luego... la semana que viene.
-¿Cuándo nos volveremos a ver?
-Ya sabes que en casa de tu hermano siempre serás bienvenido. Podrás verme cuando quieras.
Le tendió la mano.
-Perdóname, pero he empezado a hacer los preparativos del viaje.
Henry trató de besar aquella mano. Ella la retiró con energía.
-¿Por qué no? ¿No soy tu primo? -dijo él.
-No me gusta -observó la joven.
Henry la miró y no insistió. Su negativa a dejarse besar en calidad de pariente era una buena señal, indirectamente podía representar reconocerlo como enamorado.
El lunes de la semana siguiente Agnes salió de Londres. Pero no iba a ser Irlanda el destino final de su viaje; sólo era la primera parada en su camino hacia Venecia.
El Hotel Encantado (The Haunted Hotel-1878)
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