- En aquel tiempo - dijo Cristian - pobre como una rata de iglesia, me fui a vivir a la buhardilla de una casa vieja de la calle Minnesoenger, en Nuremberg.
Formé mi nido en el mismo ángulo del tejado de manera que las pizarras me servían de pared y la viga maestra de techo.
Para mirar por la ventana tenía que subirme encima de mi jergón, pero aquella ventana abierta en lo alto de la fachada, tenía una magnífica vista, desde donde descubría toda la ciudad y alrededores. Veía los gatos que se paseaban gravemente por el alero, las cigüeñas que, con el pico lleno de ranas acudían a pacentar su pondero y las palomas que, con cola abierta en forma de abanico se echaban de lo alto de sus palomares, describiendo ambos círculos sobre el abismo de las calles. De noche, cuando las campanas tocaban el Angelus, escuchaban su melancólica melodía y observaba cómo los burgueses fumaban sus pipas de pie en las aceras y cómo las muchachas vestidas de rojo, reían y charlaban con el cántaro debajo del brazo, alrededor de la fuente de San Sebalto. Insensiblemente se iba borrando todo, salían los murciélagos y yo me iba a dormir en medio de una dulce quietud.
El viejo negociante Tubac sabía tan bien como yo el camino de mi camarachón y no le espantaba tener que subir la escalera. Cada semana levantaba la compuerta del escotillón con su cabeza de macho cabrío cubierta con una peluca tiñosa y rojiza y aferrándose con los dedos al techo, gritaba con voz gangosa.
-¡Hola, maese Cristian! ¿No hay nada nuevo?
Yo le respondía:
-¡Adelante, qué diantre! ¡Entre! Ahora mismo acabo de dar la última pincelada a un paisaje que me parece que le va a hacer cosquillas.
Entonces el desgalichado personaje iba creciendo, alargándose, alargándose, hasta casi tocar el techo... y al mismo tiempo riendo en silencio.
Hay que hacerle justicia al buen Tubac: no me explotaba.
Compraba mis telas a unos quince florines uno con otro y las revendía a cuarenta. Era un judío honrado.
Este sistema de vivir empezaba a seducirme y a cada día le iba encontrando más atractivos, cuando la pacible cuidad de Nuremberg se vio perturbada por un extraño y misterioso acontecimiento.
No muy lejos de mi tragaluz, un poco a la izquierda estaba situada la Hostería del Buey Gordo, antigua y muy frecuentada por la gente del país.
Siempre había estacionados delante del portal tres o cuatro carros cargados de sacos y barriles pues los campesinos tenían la costumbre de apearse para beber su cuartillo de vino, antes de ir al mercado.
La fachada de la hostería se distinguía por su forma particular. Era muy estrecha y puntiaguda y estaba recortada por los dos lados formando, como dientes de sierra, grotescas esculturas, y adornos heráldicos en forma de vidrios entrelazados que decoraban las cornisas y los contornos de las ventanas. Lo que era más curioso es que la casa de enfrente reproducía exactamente las mismas esculturas y los mismo decorados. Todo estaba copiado punto por punto, sin perdonar la muestra en sus flecos y rizos de hierro.
Se diría que aquellos dos caserones eran uno mismo que se reflejaba en un espejo, salvo que detrás de la hostería se levantaba un gigantesco roble de follaje sombría sobre el que destacaban vigorosamente las aristas del tejado, mientras que la casa de enfrente se recortaba monda y lironda sobre el cielo. Por otra parte, cuando más ruidos y animada estaba la hostería del Buey Gordo más silenciosa estaba la otra casa, a un lado se veía una retahila de bebedores que sucesivamente entraban y salían cantando y tambaleándose y haciendo restallar sus látigos. En la otra reinaba la soledad; sólo una vez al día o dos a lo sumo, la pesada puerta se entreabría para dejar paso a una viejecita de espalda encorvada, mentón en forma de zueco, que iba con la ropa pegada a las caseras, un cesto enorme debajo del brazo y el puño cerrando contra el pecho.
Más de una vez, la figura de aquella vieja, me había impresionado. Sus diminutos ojos verdes, su nariz delgadísima, los grandes ramajes de su mantón centenario, la sonrisa que le arrugaba las mejillas como los pliegues de una escarapela, y los encajes de su toca caídos sobre las cejas eran cosas que me parecían verdaderamente originales y me inspiraban un gran interés. Me hubiese gustado saber quién era y que hacía en un caserón tan grande y desierto.
Me inclinaba a suponerla dedicada a una vida de buenas obras y meditaciones piadosas. Pero un día que me paré en la calle para seguirla con la vista, se volvió bruscamente y me fulminó con una mirada, cuya horrible expresión no sabría describir y seguida de tres o cuatro muecas espeluznantes. Después bajó la cabeza hasta hundir la barbilla en el pecho, sacudió el mantón que arrastraba y abrió con presteza la pesada puerta, desapareciendo tras ella.
Es una vieja chiflada- me dije para mis adentros, lleno de extrañeza- una vieja chiflada, mala y astuta. Y a fe que iba bien equivocado al interesarme por ella. No querría más que volver a ver sus muecas. Tubac de buena gana me daría quince florines por ello.
Estas bromas con que trataba de distraerme no conseguían gran cosas. La horrible mirada de la vieja me perseguía por todas partes y más de una vez, si por casualidad, mientras subía la empinada escalera de mi buhardilla, se me prendía la ropa en algún gancho saliente, me echa a temblar, imaginando que era la vieja que me tiraba del faldón para hacerme caer.
Conté la historia a mi amigo Tubac, quien, lejos de tomárselo a risa, se puso muy serio.
Masese Cristian – dijo -, si la vieja le ha tomado ojeriza, ándese con tiento. Tiene unos dientes pequeños, puntiagudos y de una blancura maravillosa y eso no es natural a su edad. Da mal de ojo. Los chiquillos le huyen y la gente de Nuremberg le ha puesto el nombre de Murciélago.
Admiré la perspicacia del judío. Sus palabras me hicieron pensar mucho, pero después de algunas semanas, tal vez porque me había cruzado a menudo con Murciélago sin que ellos me acarrease consecuencias desagradables, se desvanecieron mis temores y no me volví a acordar del santo de su nombre.
Pero hete aquí por dónde una noche me despertó una armonía extraña, una especie de vibración tan dulce, tan melodiosa que el murmullo de la tempestad entre las horas sólo puede dar una leve idea de ella. Permanecí largo rato atento, con los ojos abiertos de par en par, y reteniéndome la respiración para oír mejor. Por fin miré hacia la ventana y percibí dos alas que se agitaban contra el cristal. De buenas a primeras, creí que se trataba de un murciélago prisionero dentro de mi habitación, pero en aquel momento salió la luna, y las alas de una magnífica mariposa nocturna, transparentes como un encaje, se dibujaron sobre un disco resplandeciente, vibraban con tal rapidez que no se llegaba a percibir el movimiento. Después se iban apaciguando, tendidas sobre el cristal, y su frágil nerviosidad otra vez se hacía visible.
Aquella vaporosa aparición, en medio del universal silencio, abrió mi corazón a las más dulces emociones. Me pareció que una delicada sílfide compadecida de mi soledad, venía a visitarme con intención consoladora.
Tranquilízate, dulce cautiva, tranquilízate – le dije -, tu confianza no quedará defraudada. No, no te retendré contra tu voluntad. Ve, vuelve al cielo, a la libertad.
Y abrí la ventana.
La noche era todo sosiego. Miles de estrellas centelleaban en el espacio. Contemplé algunos momentos aquel sublime espectáculo, y retazos de oraciones salían de mis labios. Pero figuraos cuál no sería mi estupor cuando, al bajar los ojos, vi un hombre colgado de la barrilla de la muestra del Buey Gordo, alborotado el cabello, yertos los brazos y estiradas las piernas, proyectando la gigantesca sombre hasta el final de la calle.
La inmovilidad de aquella figura a la luz de la luna tenía lago de espantoso. Sentí la sangre se me helaba, y que los dientes castañeteaban. Iba a dar un grito cuando no sé por qué especie de atracción misteriosa, mi vista se escurrió hacia abajo y distinguí, confusamente en medio de las tinieblas, a la vieja acurrucada en su ventana contemplado al ahorcado con un aire de satisfacción diabólica.
Entonces me asaltaron los vahídos y las náuseas del terror, perdí las fuerzas y retrocediendo hacia la pared, caí sin sentido.
No puedo decir cuánto me duró aquel sueño de muerte. Cuando me reanimé ya era de día. La niebla de la noche, penetrando en mi cuchitril, me había salpicado el pelo de rocío. Rumores confusos subían de la calle. Miré. El burgomaestre y su secretario estaban delante de la puerta de la hostería. Estuvieron largo tiempo. La gente iba y venía, se paraba para mirar y luego reemprendían el camino. Las mujeres del vecindario que barrían la acera de sus casas, desde lejos miraban de soslayo, mientras hablaban entre ellas. Entonces salieron de la hostería unas andas sobre las que había tendido un cuerpo cubierto con un palo de lana. Lo llevaban dos hombres. Se fueron calle abajo y los chiquillos que iban al colegio, se pusieron a correr detrás de ellos.
Todo el mundo se apartó.
La ventana de enfrene aún estaba abierta, Un trozo de cuerda colgaba, flotando, de la barrilla.
Era, pues, cierto que no había soñado aquellas cosas; había visto, la mariposa nocturna, después el ahorcado...por fin, la vieja.
Precisamente aquel día me visitó mi amigo Tubac, vi aparecer su narizota a ras de mi piso.
Hola, maese Cristian...¿No tiene nada para vender?
No me hice cargo de lo que me decía. Estaba sentado en mi única silla con las manos sobre las rodillas y la mirada absorta.
Tubac, sorprendido, de mi inmovilidad, repitió más fuerte:
¡Maese Cristian! ¡Maese Cristian!...
Después, subiéndose al techo, vino sin cumplidos a golpearme la espalda.
¡Ea! ¡ca!...Pero, ¿qué le pasa?
-¡Ah! ¿es usted, Tubac?
- Por Dios, bien tengo el honor de figurármelo. ¿Acaso está usted enfermo?
No lo creo.
¿En qué diantre estaba pensando?
En el ahorcado.
¡Ah! - exclamó el negociante. –Ah, ¿de modo que habéis visto a ese pobre muchacho? ¡Vaya historia curiosa! ¡Ya van tres en el mismo sitio!
¿Cómo? ¿Tres?
Sí, señor: tres. La verdad es que debía haberlo avisado a usted. Pero, en fin, aún estamos a tiempo. No faltará el cuarto que vendrá a hacer compañía a los anteriores. Ya se sabe que lo que cuesta es el primer paso.
Mientras hablaba de este modo, Tubac se acomodó en un extremo de mi baúl, frotó el pedernal, encendió la pipa y echó algunas bocanadas con expresión meditabunda.
Por mi fe –dijo- , que no soy cobarde; pero si me invitaban a pasar la noche en aquella habitación, preferiría irme a ahorcar a cualquier parte. Imagínese, maese Cristian, que hace nueve o diez meses atrás un buen hombre de Tubinga, tratante de pieles al por mayor, se aposentó en la hostería del Buen Gordo, pidió la cena, comió con apetito, bebió sin taza, lo llevan a dormir a la habitación del tercer piso (El dormitorio verde como le llaman) y al día siguiente me lo encuentran colgado de la barrilla de la muestra. ¡Bueno! Por una vez, pase! No hay nada mejor que objetar. Se instruye el proceso y entierran al extranjero en el fondo del jardín. Pero, al cabo de tres semanas, llegó un bizarro militar de Newstadt. Tenía ya la licencia absoluta y estaba contentísimo de volver a su pueblo. Durante la velada, entre copa y copa, no hizo más que hablar de una primita que lo estaba esperando para casarse con él. Al final le acompañaron a la cama que ocupó el tratante en pieles y aquella misma noche el vigilante, al pasar por la calle de Minnesoenger, atisbó cierta cosa que pendía del soporte de la muestra. Levanta la linterna... era el militar, con el canuto de lata de su licencia sobre el muslo izquierdo y las manos aplicada a la costura del pantalón como si estuviese en una revista.
¡Por la Santa Biblia! Aquello ya picaba en historia. El burgomaestre venga gritar, como un demonio. Examinaron el dormitorio, golpearon y repasaron las paredes y mandaron la partida de defunción a Newstadt. El actuario había escrito al margen: muerto de apoplejía fulminante. Nuremberg entero, ardía de indignación contra el hostelero. Hasta había personas que querían obligarle a suprimir la barrilla de hierro que sostiene la muestra. Pero ya podéis suponer que el viejo Nickel Schmidt no hizo caso. Esta barrilla – decía – la clavó mi abuelo. Sostiene la muestra del Buey Gordo de padres a hijos hace ciento cincuenta años y no molesta a nadie, ni siquiera a los carros de heno, que no la alcanzan con su carga, para algo se puso a 30 pies de altura. Si a alguien le disgusta que se vuelva de espaldas y así no lo verá.
El pueblo fue tranquilizándose y durante unos cuantos meses no hubo ninguna novedad. Desgraciadamente un estudiante de Heidslberg que se iba a la Universidad, se detuvo anteayer en el Buey Gordo para pasar la noche. Era hijo de un pastor protestante. ¿Cómo va a suponerse que al hijo de un pastor le de la ventolera de colgarse de la barrilla de una muestra solo porque un señor orondo y un militar hayan hecho lo mismo unos meses antes? Hay que convenir, masese Cristian, que la cosa no parece lógica ni probable. Razones de este jaez no nos habrían parecido suficientes, a usted, ni a mi. Pues bien...
-¡Basta! ¡Basta! – exclamé -. ¡Esto es horroroso! Adivino el fondo de un espantoso misterio. La culpa no es de la barrilla, ni del dormitorio.
-¿Sospecha, por ventura, del hostelero, el hombre más honrado del mundo y miembro de una familia de las más antiguas de Nuremberg?
No, no. Dios me libre de hacer juicios temerarios; pero hay abismos que uno no se atreve a sondear con la mirada.
Tiene usted mucha razón – dijo Tubac, extrañado de verme tan exaltado -. Más vale hablar de otras cosas. A propósito, masese Cristian, ¿cómo anda nuestro paisaje de Santa Odilia?
Esta pregunta me devolvió al mundo positivo.
Enseñé al negociante la tela, que ya estaba terminada, concluimos el trato y en seguida el buen hombre, satisfecho, descendió la escalera, recomendándome que no pesara más en el estudiante de Heidelberg.
Yo bien hubiera querido seguir su consejo, pero cuando el demonio se mezcla en nuestros asuntos no es fácil deshacerse de él.
Una vez solos, aquellos acontecimientos cobraron dentro de mí una claridad horripilante.
La vieja es la causa de todo – me dije -. Ella sola ha preparado esos crímenes. Ella sola los ha consumado. Pero...¿con que medios? ¿Se había valido únicamente de la astucia? ¿Habrá apelado a poderes invisibles?
Paseaba, nerviosamente, dentro de mi tabuco. Una voz interior me decía con clamor: "El cielo no te ha permitido en vano observar cómo la Murciélago contemplaba la agonía de su víctima; no en vano el alma del pobre estudiante ha venido a despertare en forma de mariposa nocturna; no, no estas cosas extraordinarias no han ocurrido sin motivo. Cristian, el cielo te impone una terrible misión, si no la cumples, puede caer tú mismo en las redes de la vieja. Quién sabe, si en estos momentos ya está afilando sus armas en las tinieblas."
Durante muchos días aquellas imágenes me persiguieron sin tregua. Perdí el sueño; no tenía ganas de hacer nada; el pincel me caía de la mano y...¡caso espantoso!... a veces me sorprendí mirando la barrilla con complacencia. En fin no pudiendo contenerme me eché escaleras abajo, saltando los escalones de cuatro en cuatro y me acurruqué detrás de la puerta de la Murciélaga para probar de descubrir su fatal secreto.
Desde aquel momento no tuve un solo día de descanso, siempre a la zaga de la vieja, acechándola, procurando no perderla de vista. Pero la astuta, tenía tan buen olfato, que sin volverse, sabía que yo iba detrás de ella, y que seguía sus pasos. Pero ella disimulaba iba a la plaza o a la carnicería como si tal cosa, lo único que la distinguía de las demás viejas es que apresuraba el paso y rezongaba entre dientes.
Al cabo de un mes comprendí que con aquel método no podría conseguir mi objeto, y esta convicción me llenó de tristeza.
-¿Qué hacer? –me decía – La vieja descubre mis proyectos... todo me sale mal. ¡Ah, vieja malvada!... ¡Seguramente ya me estás viendo colgado del extremo de una soga!
A fuerza de preguntarme; ¿qué hacer, que hacer? Se me ocurrió una idea luminosa. Mi habitación dominaba la casa de doña Murciélago, pero no tenía ningún tragaluz que mirase por aquel lado. Levanté ligeramente una pizarra y nadie puede imaginar mi alegría cuando divisé por entero el antiguo caserón.
Ya te tengo – exclamé -. Ahora ya no te escaparás. Desde aquí lo veré todo: tus idas y venidas... las mañas y costumbres de la comadreja dentro de mi madriguera... y tu no sospecharás siquiera la existencia de este ojo invisible, de este ojo que sorprende el crimen en el mismo momento en que nace. ¡Ah! La justicia anda pasito a paso, pero llega.
Nada más siniestro que aquella casucha vista desde mi observatorio: un patio profundo, con anchas losas cubiertas de musgo; en uno de los ángulos un depósito de aguas corrompidas que daban miedo de ver; acá una escalera de caracol; allá, al fondo, una galería con baranda de madera; sobre la balaustrada, unos andrajos y las tripas de un jergón; en el piso primero, a mano izquierda la piedra de un tragadero que indicaba el sitio de la cocina; a mi derecha, las ventanas que daban a la calle; algunas macetas con flores resecas; todo sombrío, resquebrajado, húmedo.
El sol no penetraba más que dos horas al día en aquel albañal. Luego la sombra iba subiendo, y la luz se quebraba en relumbrones sobre la pared vieja, sobre el balcón carcomido, sobre las vidrieras empañadas. Torbellinos de átomos giraban sobre sí mismos en medio de los rayos de oro, sin que los moviera ningún hálito. ¡Ah! Qué bien se veía que era aquel lugar el de doña Murciélago.
Apenas había terminado estas reflexiones entró la vieja. Venía del mercado. Oí chirriar la pesada puerta. Luego apareció Doña Murciélago con su cesto. Parecía fatigada. Con trabajo podía respirar. Los adornos de la toca le colgaban hasta la nariz. Agarrándose con una mano a la baranda, fue subiendo la escalera. Hacía un calor asfixiante. Era uno de aquellos días en que todos los insectos (grillos, arañas y mosquitos), hacen resonar los caserones antiguos con sus ruidos de escofinas y trepantes subterráneos.
Doña Murciélago atravesó lentamente la galería, como un hurón, en su propia casa. Estuvo más de un cuarto de hora en la cocina y después salió a tender ropa y a dar un barrido a los escalones, donde había algunas briznas de paja. Finalmente, levantó la cabeza y se puso a reseguir con sus ojos verdes los contornos del tejado, buscando, huroneando con la vista.
¿Qué extraña situación la advertía de algo sospechoso? No lo sé, pero bajé suavemente por la pizarra y por aquel día renunció a mirar más.
Al día siguiente me pareció que la Murciélago estaba confiada. Un claro de luz se recortaba en ángulo sobre la galería.
Al pasar, la vieja atrapó una mosca al vuelo y la ofreció, delicadamente, a una araña instalada en un rincón del techo.
La araña era tan gorda, que a pesar de la distancia, la vi bajar de escalón en escalón, luego escurrirse a lo largo de un hilo como una gota de veneno, coger por sorpresa la presa de entre las manos de la bruja y volver a subir rápidamente. La vieja quedó mirándola con mucha atención, sus ojos se entornaron; estornudó y se dijo a si misma: "Jesús, niña bonita: ¡Jesús!"
Durante seis semanas no pude descubrir nada sobre el poder de doña Murciélago. Tan pronto mondaba patatas sentada bajo el porche como tendía ropa en la balaustrada. A veces la veía hilar, pero no cantaba como suelen hacer las viejas buenas, con aquella vos vacilante, que...armoniza tan bien con el zumbido del torno.
Vivía en medio del silencio. No tenía gato, compañero predilecto de las solteronas. No venía gorrión alguno a posarse sobre los hierros de su hogar. Las palomas, cuando pasaban por encima de su tejado, parecía que aleteaban más de prisa. Se diría que todos los seres tenían miedo de su mirada.
Solamente la araña hallábase contenta en su compañía. No me explico la paciencia que tuve durante aquellas largas horas de observación. Nada me cansaba, nada me era indiferente. Al más mínimo ruido levantaba la pizarra, mi oscuridad, estimulada, por un miedo indefinible, no tenía fin.
Tubac se quejaba.
-¿En que diablo pasa usted el tiempo, maese Cristian? –me decía- . ¡Válgame Dios, estos pintores! Es cierto eso que dice el refrán: "perezoso como un pintor". En cuanto han arrinconado unas cuantas coronas hunden las manos en los bolsillo y se apoltronan.
Yo mismo, empezaba a descorazonarme. Ya podía mirar, ya podía acechar, que no descubría nada extraordinario. Hasta me inclinaba a creer que tal vez la vieja no era tan peligrosa y que estaba ofendiéndola con mis sospechas; en una palabra, la iba disculpando. Pero una tarde, en que, con el ojo aplicado a mi aspillera, me entregaba a estas reflexiones, la escena cambió de repente.
Doña Murciélago pasó por la galería como un relámpago. No era la misma. Iba muy tiesa, prietas las quijadas, fija la mirada, estirando el cuello, caminaba a grandes zancadas, dejando flotar al ciento los grises cabellos.
-¡Hola, hola! Novedad tenemos –me dije -. ¡Alerta! Pero las sombras descendieron sobre el caserón, los ruidos de la ciudad se apagaron, el silencio reinó.
Me iba a meter en la cama, cuando al dar una ojeada por el tragaluz, reparé que en la ventana de enfrente había luz. Un viajero ocupaba, pues, el dormitorio del ahorcado.
Entonces se despertaron todos mis temores. Comprendía la excitación de doña Murciélago: oía una víctima.
En toda la noche no pude dormir. El crujir de la paja, el roer de una rata en el tejado... me daban frío, me levanté y me encaramé hasta la ventana, con el oído atento... La luz de la casa de enfrente estaba apagada. En uno de aquellos momentos de punzante angustia, sea ilusión, sea realidad, me pareció ver a la anciana bruja mirando, escuchando, como yo mismo.
Pasó la noche, y el día apareció, gris, en mis cristales. Poco a poco fueron creciendo los ruidos y el movimiento de la ciudad. Extenuado por la fatiga y las emociones, me eché en la cama, pero mi sueño fue corto, a las ocho ya me había vuelto a instalar en mi observatorio.
No parecía, pues, que doña Murciélago hubiese tenido una noche menos tempestuosa que la mía. Cuando salió a la galería, una palidez violácea cubría sus mejillas y su enjuto cuellos. No llevaba más que la camisa y unas falduchas de lana. Algunos mechones de pelo gris rojizo caían sobre sus hombros. Miró hacia mi ventana con aire soñador, pero no descubrió nada: tenía sin dudas otras preocupaciones.
De repente bajó la escalera dejando los zapatos en el piso. Sin duda iba a asegurarse que la puerta estaba bien cerrada, volvió enseguida. Subió bruscamente, salvando tres o cuatro escalones en cada zancada. Estaba espantosa. Se precipitó a la habitación contigua y oí un ruido como la que hace la tapa de un baúl viejo al cerrarse de golpe. Luego la Murciélago apreció en la galería arrastrando un maniquí, y aquel maniquí llevaba una indumentaria igual al del estudiante de Heidelberg.
Con una admirable destreza la vieja colgó el horrible objeto a la viga del atrio y, para contemplarlo bajó al patio. Un estallido de carcajadas salió de su pecho. Parecía loca. Subió otra vez, volvió a bajar y cada vez gritaba y reía más.
Se oyó un ruido hacia la puerta. La vieja de un brinco descolgó el maniquí y se lo llevó, enseguida reapareció y apoyada sobre la baranda, estirando el cuello y con los ojos centelleantes, escuchó. Se alejó el ruido. Ella respiró profundamente y los músculos de su cara se relajaron. Acababa de pasar un carruaje. La bruja había tenido miedo.
Luego se metió otra vez en la habitación y otra vez oí cerrar el baúl.
Esa escena tan extraña confundía mis ideas. ¿qué significaba aquel maniquí?
Redoblé mi atención.
La Murciélago acababa de salir con un cesto. La seguí con la vista hasta la esquina de la calle. Volvía a tomar aquel aire de vieja temblona, daba pasitos cortos y, de vez en cuando miraba de reojo para ver que pasaba detrás.
Cinco horas cumplidas estuvo fuera de la casa. Yo, entretanto, iba y venía, meditaba...
El tiempo se me hacía insoportable. El sol calentaba las pizarras y me abrasaba el seso.
Durante aquel lapso de tiempo, vi al hombre que ocupaba la habitación de los ahorcados.
Era un campesino de Nassau con gran tricornio, chaleco escarlata y una fisonomía risueña y franca. Fumaba tranquilamente su pipa de Ulm sin sospechar nada.
Me vinieron ganas de gritarle:
-¡Alerta, buen hombre! Tenga cuidado que la vieja no le sorprenda. ¡Desconfíe!
Pero no me habría entendido.
A las dos la Murciélago volvió a entrar. Hizo con la puerta tal estrépito que retumbó hasta el vestíbulo. Después, sola, bien sola, apareció en el patio y se sentó en el primer peldaño de la escalera. Se puso delante su ceso y sacó primeramente unos paquetes de hierbas y algunas legumbres, después un chaleco rojo, un tricornio plegable, una chupita de terciopelo oscuro, unos pantalones de felpa, un par de medias de lana recia: exactamente el atavío que llevaba el campesino de Nassau.
Me asaltó un temblor. Ante mis ojos pasaron llamaradas.
Me acordé de esos principios que atraen con un poder irresistible; de esos pozos que es preciso colmar para que la gente no se arroje a ellos; de los árboles que se han tenido que derribar para que la gente no se ahorque de sus ramas, en fin, de esa especie de epidemia de suicidios, asesinatos y pillajes, que se desarrolla en ciertas épocas y por determinados procedimientos; de la extraña seducción del ejemplo que te obliga a bostezar porque otro bosteza, a sufrir por ver sufrir, a matarte porque otros se matan... y los cabellos se me erizaron de espanto.
¿Cómo doña Murciélago, aquella criatura vil, había podido adivinar una ley tan profunda de la naturaleza? He aquí una cosa que yo no llegaba a comprender, una cosa que sobrepasaba mi imaginación, pero sin resolver aquel problema al momento resolví volver la ley fatal contra la vieja, atrayéndola a su propio lazo. ¡Cuantas víctimas inocentes no pedían venganza!
Puse manos a la obra. Recorrí todos los ropavejeros de Nuremberg, y a la noche, llegué a la hostería de los tres ahorcados con un envoltorio bajo el brazo.
Nickel Schmidt me conocía de antiguo por haberle hecho el retrato de su mujer, una gruesa comadre realmente apetitosa.
Querido señor Schmidt, tengo un gran deseo de pasar la noche en aquella habitación.
Estábamos delante de la hostería y le indiqué la habitación verde. El buen hombre me miró con desconfianza.
-¡Oh, no tema nada!- le dije- No tengo ningún deseo de ahorcarme.
Enhorabuena, hombre enhorabuena. A fe que lo habría sentido. Un artista de vuestro mérito... ¿y para cuando quiere usted esa habitación, maestro Cristian?
Para esta noche.
¡Imposible! Está ocupada.
El señor puede entrar ahora mismo – dijo una voz a nuestra espalda -. No me quedo aquí un momento más. Nos volvimos sorprendidos. Era el campesino de Nassau, con su gran tricornio en el cogote y su hato de ropa al cabo del bastón de viaje. Le acababan de contar las aventuras de los ahorcados y temblaba de ira.
¡Vaya habitaciones divertidas! – exclamó balbuceando –. Le digo que... es un homicidio meter alguien en ellas. Es... es un asesinato. Deberían condenarlo a galeras.
Vamos, vamos, cálmese –dijo el hostelero -. Lo cierto es que todo esto no le ha privado a usted de dormir esta noche.
Por fortuna había rezado mis oraciones –respondió el otro -; y si no fuera por eso, quien sabe donde estaría...
Y se alejó levantando las manos al cielo.
Bueno, pues: ahí tiene usted la habitación libre –me dijo maese Schmidt -. Pero, cuidadito, ¿eh?, no vaya usted a hacer una mala jugada.
Más mala sería para mí, querido señor.
Di mi hato a la criada y me quedé provisionalmente entre los bebedores.
Hacía tiempo que no me había encontrado tan tranquilo, tan contento de estar en el mundo. Al cabo de tantas inquietudes, estaba a punto de conseguir mi objeto; el horizonte parecía despejarse por otra parte; no se que formidable poder venía en mi ayuda. Encendí mi pipa y, con un codo sobre la mesa y un vaso delante, escuché el coro de Freyschutz ejecutando por una banda de "Zigeiners del Chwartz Walda". Ora la trompeta, ora el cuerno de caza, ora el óboe, se llevaban mi corazón a través de sueños vagos y, más de una vez, al despabilarme para mirar que hora era, me pregunté si todo aquello que me pasaba no era también un sueño. Pero cuando el sereno vino a pedirnos que desalojásemos la sala, pensamientos graves ocuparon mi alma y, meditabundo, seguí los pasos de Carlotilla que me precedía con la palmatoria en la mano.
Subimos la escalera, con sus vueltas y revueltas, hasta el tercer piso. Allí la criada me entregó la vela indicándome la puerta.
En ésta –dijo, escurriéndose escaleras abajo. Abrí la habitación, verde, era un dormitorio de hostería como todos los demás: el techo bajo y la cama muy alta. Una sola ojeada me bastó para recorrer su interior, después me escurrí hacia la ventana.
La casa de doña Murciélago aún no ofrecía nada de particular, solamente que en el fondo de una gran pieza brillaba una lucecita vigilante.
Bueno – dije corriendo la cortina -; tengo todo el tiempo necesario.
Abrí el lío, me puse una toca de mujer, con amplios adornos, y, con un carbón, me instalé delante del espejo para pintarme las arrugas. En aquel trabajo consumí una hora larga. Después de haberme puesto los vestidos y el mantón me di miedo a mí mismo: doña Murciélago estaba allí, me miraba desde el fondo del espejo.
En aquel momento el sereno canta las once. Arreglé con prontitud un maniquí, que había traído, poniéndole la misma ropa que llevaba la bruja, y aparté un poco la cortina.
Después de tener tan estudiada a la vieja y de conocer su astucia infernal, su prudencia y su habilidad, ciertamente, nada me podía sorprender, pero a pesar de todo, sentí miedo.
Aquella luz me había descubierto, aquella luz inmóvil, en aquel momento proyectaba su amarillento resplandor sobre el maniquí del campesino de Nassau, el cual, acurrucado junto a la cama, con la cabeza caída sobre el pecho, el gran tricornio derribado sobre la cara y los brazos colgados, parecía sumergido en la desesperación.
La sombra, gobernada con arte diabólico, no dejaba ver más que el conjunto de la figura. Solo el chaleco rojo y seis gruesos botones destacaban en las tinieblas. El silencio de la noche, la inmovilidad completa del personaje y su aire lánguido y abatido, eran a propósito para apoderarse de la imaginación con una fuerza irresistible; yo mismo que estaba sobre aviso, sentí frío en los huesos, ¿qué habría sido de un pobre labrador enteramente desprevenido? Se habría horrorizado y presa del horror hubiera hecho un disparate.
Apenas descorrí la cortina divisé a doña Murciélago que estaba al acecho, detrás de los cristales.
No podía verme. Entreabrí suavemente la ventana. La ventana de enfrente también se entreabrió. Luego, me pareció que el maniquí se levantaba poco a poco hacia mí. Yo también me adelanté y, cogiendo la palmatoria con una mano, abrí de repente, con la otras, las dos batientes.
La vieja y yo estábamos cara a cara. Ella, muerta de estupor, dejó caer el maniquí. Nuestras miradas se cruzaron con igual terror. Ella tendió un dedo; yo también; movió los labios y dio un suspiro y se apoyó; me apoyé.
No puedo explicar todo el horror de aquella escena. Había en ella desvarío, alucinación, locura.
Era una lucha entre dos voluntades, entre dos inteligencias, entre dos almas, cada una de las cuales quería aniquilar a su rival, y en aquella lucha, la mía llevaba ventaja. Las víctimas luchaban para mi lado.
Después de haber imitado todos los movimientos de la Murciélago, me saqué una cuerda debajo de la falda y la até al soporte de hierro.
La vieja me iba contemplado boquiabierta, me anudé la cuerda al cuello.
Sus pupilas se iluminaron, su rostro se descompuso.
-¡No, no! –dijo con voz silbante – ¡No!
Yo seguí mi obra con la impasibilidad del verdugo.
Entonces la rabia se apoderó de doña Murciélago.
-¡Vieja loca! –aulló, irguiéndose y con las manos crispadas obre el alféizar -. ¡Vieja loca!
No le di tiempo de continuar. Apagando de un soplo mi luz, me encogí a guisa de hombre que quiere darse un impulso vigoroso, y cogiendo el maniquí, le pasé la cuerda escurridiza por el cuello y lo eché al vacío.
Un grito terrible atravesó el espacio.
Después todo volvió a quedar en silencio.
El sudor me bañaba la frente. Escuché rato más rato.
Al cabo de un cuarto de hora, oí, muy lejos, la voz del. sereno, que gritaba: "Ciudadanos de Nuremberg, media noche..., media noche pasada."
Ahora la justicia está satisfecha –murmuré -. Las tres víctimas están vengadas.
¡Señor Perdonarme!
Habían pasado unos cinco minutos desde el último grito del sereno y acababa de ver como la bruja, atraída por la imagen, se precipitaba fuera de la ventana con la cuerda alrededor del cuello y quedaba suspensa de la barrilla.
Me di cuenta como el temblorcillo de la muerte ondulaban sobres sus riñones y como la luna quieta, silenciosa, asomando tras el tejado, ponía un rayo de luz pálida y fría sobre la cabeza despeinada.
Tal como había visto antes a aquel pobre estudiante, vi a la Murciélago.
Al día siguiente Nuremberg entero sabia que la Murciélago se había ahorcado.
Ese fue el último acontecimiento de este cariz que se registró en la calle Minnesoenger.
La Hostería de los Tres Ahorcados (L'Oeil Invisible ou l'Auberge des Trois-Pendus-1859) de Erckmann-Chatrian
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