Padre, tiene curiosidad por saber si yo nunca he gustado el amor: pues bien, sí. La mía es una historia singular y terrible y, aunque tenga ahora setenta años, soy siempre harto reacio a la idea de remover las cenizas de semejante recuerdo. Pero a usted no quiero rehusarle nada: en todo caso, nunca haría un relato de este género a un alma menos experta que la suya. Se trata de sucesos tan extraños, que casi no me arriesgo a creer que me hayan ocurrido verdaderamente. El hecho es que me he encontrado, por algo más de tres años, a merced de una ilusión diabólica. Yo, pobre sacerdote de campaña, he llevado todas las noches en sueño (¡quiera Dios que sólo haya sido un sueño) una vida de Sardanápalo. Me bastó echar una sola mirada, tal vez un tanto complacido, sobre una criatura de sexo femenino, para casi llevar mi alma a la pérdida; pero por fortuna, al fin, con la ayuda de Dios y de mi santo patrono, logré expulsar al espíritu maligno que me poseía. Mi existencia, en cierto momento, se había complicado con una vida nocturna suplementaria y en completo contraste con la otra. Durante el día, era un cura casto, enteramente ocupado en plegarias y cosas santas; pero de noche, apenas cerraba los ojos, me transformaba en un joven señor, fino conocedor de mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor, blasfemo; y cuando, al alba, me despertaba, la impresión que experimentaba era antes bien la de estar entonces durmiendo y soñar que hacía de sacerdote. De esa vida de sonámbulo me ha quedado el recuerdo desgraciadamente indeleble de palabras y objetos que nunca debí haber visto; y, aunque jamás haya salido de las paredes de mi presbiterio, se diría, sintiéndome hablar, que yo fuera en cambio un hombre corrido que, después de haber aprovechado de todos los placeres que ofrece el mundo, se ha acercado a la religión para concluir en el seno de Dios su jornada demasiado turbulenta, y no el humilde seminarista que fui en realidad, envejecido luego en una parroquia ignorada por la mayoría, perdida en el fondo de un bosque donde nunca tuve ocasión de relacionarme con las cosas del siglo.
Sí, he amado como quizá nadie en el mundo ha amado jamás, con un amor furioso, de tal modo violento, hasta maravillarme yo mismo de que mi corazón no haya reventado nunca, con tensión semejante. ¡Ah! ¡Qué noches! ¡Qué noches!
La vocación de hacerme sacerdote la había sentido desde la más tierna infancia, por lo que todos mis estudios fueron orientados a ese fin, y mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue sino un largo noviciado. Concluidos los estudios de teología y pasados todos los grados menores, mis superiores me consideraron digno, a pesar de mi extrema juventud, de trasponer el último y más temible umbral. Quedó establecido que yo sería ordenado sacerdote durante la semana de Pascua.
Hasta entonces nunca había estado fuera del recinto que comprendía colegio y seminario: sabía vagamente que existía algo que respondía al nombre de "mujer", pero nunca detuve mi pensamiento en aquello: era de una inocencia perfecta.
No lamentaba nada, y no sentía, por eso, la menor vacilación ante el compromiso irrevocable que estaba por contraer: me sentía lleno de regocijo e impaciencia. Creo que nunca novio alguno ha contado las horas que le separan de las bodas con ardor más febril que el mío: no podía siquiera dormir, excitado por la idea de que podría decir misa. Ser sacerdote: no concebía nada más bello en el mundo: hubiera rehusado convertirme en rey o poeta.
Llegado el gran día, me dirigí hacia la iglesia con paso tan ligero, que me parecía tener alas en las espaldas. Me creía semejante a un ángel, y me extrañaba el rostro sombrío y preocupado de mis compañeros: porque éramos muchos los que debíamos recibir las órdenes. Había pasado la noche en plegaria, y me encontraba en un estado de exaltación lindante con el éxtasis. El obispo, anciano venerable, me parecía Dios, en actitud de contemplar su propia eternidad. A través de las bóvedas del templo entreveía el cielo.
Usted, hermano, conoce todos los detalles de la ceremonia: bendición, comunión, unción de la palma de las manos con el aceite de los catecúmenos, para terminar con el santo sacrificio, que se ofrece al unísono con el obispo.
¡Oh, cuánta razón tenía Job! ¡Cuán imprudente es no hacer un pacto anticipado con los propios ojos! Por azar, levanté de pronto la cabeza y, de golpe, vi ante mí, tan cercana que hubiera podido tocarla (aun cuando, en realidad, estuviera más bien lejos), una joven mujer de rara belleza, vestida como una reina. Fue como si me cayeran escamas de los ojos: experimenté la sensación de un ciego, que recobra de improviso la vista. El obispo, tan esplendoroso hasta ese momento, se apagó inmediatamente, los cirios empalidecieron en sus candelabros de oro, como las estrellas al sobrevenir la mañana, y en toda la iglesia se hizo una tiniebla completa. La fascinadora criatura se destacaba de aquel escenario de sombra como una revelación divina: parecía que se iluminara por sí sola, y que ella misma fuera una fuente de luz.
Bajé los párpados, decidido a no levantarlos nunca más, para sustraerme a toda sugestión que pudiera provenir del exterior; porque, en realidad, me sentía siempre más desviado y sabía siempre menos lo que debía hacer.
Un minuto después, reabrí los ojos, porque, aun a través de las pestañas, la veía brillar en una penumbra enrojecida, como si estuviera mirando el sol.
¡Oh, cuán bella era! Los más grandes pintores, aun cuando tratan de hacer el retrato de la Virgen, y buscan por eso representar un tipo ideal de belleza, no se acercan ni siquiera lejanamente a aquella fabulosa realidad. Ninguna paleta de pintor, ningún verso de poeta podría dar idea de ella. Yo no sé aún si la llama que la iluminaba procedía del cielo o del infierno, pero, de seguro, llegaba del uno ni del otro.
A medida que la observaba, sentía abrirse en mí puertas de las que hasta entonces no sospechaba ni siquiera su posibilidad, y la vida se me aparecía bajo una luz asaz diversa. Era como si naciera a una nueva existencia, a otro orden de ideas. Una espantosa angustia me oprimía el corazón, y cada minuto que pasaba me parecía al mismo tiempo un segundo y un siglo. La ceremonia, sea como fuere, proseguía, y me transportaba siempre más lejos de aquel mundo, cuya entrada asediaban furiosamente mis deseos recién nacidos. No obstante, en el momento fatal dije "sí". Hubiera querido decir "no", todo en mí se rebelaba y protestaba contra la violencia que mi lengua le estaba haciendo a mi alma: una fuerza oculta me arrancaba las palabras de la garganta, a pesar mío. Algo igual debe acontecerle a las muchas niñas que van al altar con la firme resolución de rechazar el esposo que les ha sido impuesto de penosamente: llegado el momento, ninguna realiza su propósito. Algo igual debe acontecerle a todas las pobres novicias que terminan tomando el velo, aun cuando estuvieran muy decididas a desgarrarlo en pedazos en el momento de los votos. No se osa hacer estallar escándalo semejante en presencia de todos, ni decepcionar la expectativa de tantas excelentes personas. Se adivina, tejida y concentrada en vuestra respuesta, toda la voluntad de cada uno de los presentes: sus miradas fijas oprimen como una capa de plomo. Y además cada cosa se halla tan perfectamente preparada, todo se halla tan bien dispuesto por anticipado, y parece tan evidentemente irrevocable, que cualquier reacción personal sucumbe bajo aquel peso enorme y no puede sino ceder definitivamente.
La mirada de la bella desconocida mudaba gradualmente de expresión, a medida que la ceremonia continuaba. Al principio tierna y acariciadora, se teñía más y más de una suerte de desdén y desaprobación, como expresando descontento por no haber sido escuchada.
Hice un esfuerzo, que en sí hubiera sido suficiente para mover una montaña, tratando de expresar en un grito mi voluntad de no hacerme sacerdote. Pero nada logré. La lengua estaba pegada al paladar, y me fue imposible traducir mi intención con el más insignificante gesto negativo. Me encontraba, aunque despierto, en una suerte de pesadilla.
Ella pareció sensible al martirio que yo estaba sufriendo y, como si quisiera alentarme, me lanzó una mirada llena de divinas promesas. Sus ojos eran un poema, de los que cada mirada constituía una canción.
Era como si me dijera:
"Si quisieras ser mío, yo te haría ciertamente más feliz que cuanto puede hacerte Dios en el Paraíso; los ángeles se sentirían envidiosos. Desgarra ese sudario fúnebre, con el que están por cubrirte: yo soy la belleza, la juventud, la vida. Ven a mí: juntos seremos el amor. Nuestra existencia transcurrirá como un sueño, y será sólo un largo, eterno beso. Tira por tierra el vino del cáliz que te ofrecen, y serás libre. Yo te guiaré hacia islas desconocidas: dormirás sobre mi seno, en un lecho de oro macizo, bajo un baldaquín de plata, porque te amo, y quiero arrebatarte a Dios, hacia el cual tantos nobles corazones derraman inútilmente torrentes de amor, que ni siquiera llegan hasta él".
Me parecía sentir estas palabras acompañadas por una música de infinita dulzura, porque su mirar tenía algo de sonoro, y las frases que sus bellísimos ojos me transmitían resonaban en lo profundo de mi corazón como si una boca invisible me las soplara en el alma. Me sentía muy dispuesto a renunciar a Dios, pero entretanto continuaba maquinalmente cumpliendo todas las formalidades del rito. La hermosa me echó una mirada tan suplicante como desesperada que fue como si aguzadas hojas traspasaran mi corazón.
Pero ahora estaba hecho: era sacerdote.
Creo que nunca rostro humano supo expresar angustia más desgarradora: la muchacha que ve caer a su lado al prometido, fulminado de improviso por un síncope, la madre que encuentra vacía la cuna de su niño, el avaro que encuentra una piedra en el sitio de su tesoro, el poeta que ha dejado caer en el fuego la única copia del manuscrito de su obra más importante, no tienen ciertamente una expresión más desolada e inconsolable. Púsose blanca como el mármol, los bellísimos brazos se le cayeron a lo largo del cuerpo. Apoyóse en un pilar, como si las piernas ya no pudieran sostenerla. En cuanto a mí, estaba lívido, la frente bañada de sudor más ardiente que el del Calvario. Me dirigí vacilante hacia la puerta de la iglesia, me sofocaba; las bóvedas me parecían aplastar mis espaldas: me sentía como si debiera sostener yo solo el peso íntegro de la cúpula.
Estaba por trasponer el umbral cuando una mano aferró bruscamente la mías: ¡una mano de mujer! No la había tocado nunca: era fría como la piel de una serpiente, y sin embargo me dejó una sensación ardorosa como la marca de un hierro candente. Era ciertamente ella. "¡Desdichado! ¡Qué has hecho!", me susurró. Luego, desapareció entre el gentío.
Pasó ante mí el viejo obispo. Me escrutó con aire severo. En efecto, mi continente debía parecer harto extraño: palidecía y enrojecía de continuo, y sin razón aparente, la cabeza me daba vueltas. Uno de mis compañeros tuvo piedad de mi estado, y se tomó la molestia de acompañarme de nuevo: solo, no hubiera encontrado ciertamente el camino del seminario. A la vuelta de una callejuela, mientras mi compañero miraba a otro lado, un pajecito negro, extrañamente vestido, se me acercó y, sin detenerse, me entregó una pequeña cartera preciosamente historiada, haciéndome seña de que la ocultara. La deslicé en la manga, y no la saqué sino cuando me volví a encontrar a solas en mi celda. Hice saltar la manilla: dentro había nada más que dos hojitas de papel con estas palabras: "Clarimonda, palacio Concini". Estaba tan poco informado, en esa época, de las cosas del mundo, que nada sabía de Clarimonda, si bien a la redonda se hablase mucho de ella, y además ignoraba por completo donde estaba el palacio Concini. Hice mil conjeturas, una más desaforada que la otra, pero, en verdad, lo que contaba para mí era lograr volver a verla, y le daba muy poca me importancia a lo que ella fuera, gran dama o cortesana.
Aquel amor recién nacido se había arraigado de manera indestructible, y ni siquiera pensé en la posibilidad de arrancarlo. Esa mujer me dominaba ahora completamente, con una solo mirada había hecho de mí otro hombre, besaba mi mano en el sitio en que ella la había rozado; horas enteras repetía su nombre. No debía hacer más que cerrar los ojos para verla tan claramente como si en realidad estuviera presente, y me repetía de continuo las palabras que ella pronunciara en la puerta de la iglesia: "Desdichado, ¿qué has hecho?". Me daba cuenta del horror de mi situación y todos los aspectos más tristes de mi estado se me descubrían con nitidez; ¡ser sacerdote quería decir permanecer casto, no hacer el amor, no cuidarse nunca del sexo ni de la edad, apartar los ojos de toda belleza, comportarse como un ciego, arrastrarse siempre en la sombra gélida de un claustro o de una iglesia, no tener contactos sino con moribundos, velar cadáveres de desconocidos, y llevar siempre luto con esa sotana negra que, sin ningún cambio, podría servir muy bien además como sudario para envolverse en el ataúd!
¿Cómo hacer para ver nuevamente a Clarimonda? No hallaba ningún pretexto para salir del seminario, pues que no tenía amistades en la ciudad. Además, ni siquiera debía quedarme en esos lugares, antes esperaba que me destinaran a una parroquia. Intentaba arrancar las barras de mi ventana, pero estaba a una altura impresionante, y además no tenía una escala de cuerdas, por consiguiente era inútil pensar en ello. Por otra parte, sólo hubiera podido bajar de noche, ¿y cómo habría podido salir de apuros en el dédalo de calles, que apenas conocía? Todas estas dificultades, que para otro tal vez hubieran sido insignificantes, parecían insalvables al mísero seminarista, recién nacido al amor, sin experiencia, sin dinero y sin ropas.
¡Ah! Si no hubiera sido sacerdote, habría podido verla todos los días; habría sido su amante, su esposo, me decía, enceguecido como estaba, y, en vez de encontrarme aquí envuelto en este siniestro sudario, llevaría ropas de seda y velludo, cadena de oro, espada y plumas, como todos los perfectos caballeros. Mis cabellos, en vez de recibir la humillación de una ancha tonsura, se ondularían alrededor de mi cuello en un movimiento de rizos. Tendría hermosos bigotes untados, sería un galán. En cambio, una sola horita pasada ante un altar, alguna media palabra articulada de mala gana, habían bastado para sacarme completamente del número de los vivos: ¡yo mismo había construido mi tumba, yo mismo había echado el cerrojo de mi prisión! Me asomé a la ventana: el cielo estaba maravillosamente azul, los árboles se habían puesto sus ropajes primaverales, la naturaleza resplandecía con un gozo que me parecía irónico. La plaza del lugar estaba llena de gente que iba y venía. Jóvenes parejas se dirigían, abrazadas, hacia la sombra de los jardines y los emparrados. Pasaban algunas comitivas, entre cantos y estribillos de bebedores: tal movimiento, el ímpetu y la alegría general, hacían resaltar aún más lastimosamente mi lucha y mi soledad. No pude soportar ese espectáculo, cerré la ventana y me arrojé en la cama, lleno el corazón de odio y celos irrefrenables, mordiendo mis dedos y el cobertor, como haría una tigresa con hambre de tres días.
No sé cuánto tiempo estuve así; pero mientras me revolvía en la cama con rabioso espasmo, vi de pronto al abad Serapion inmóvil en medio de la habitación, estudiándome atentamente. Tuve vergüenza de mí mismo y, dejando caer la cabeza sobre el pecho, me tapé los ojos con las manos.
"Romualdo, amigo mío, te está ocurriendo algo anormal", me dijo apaciblemente Serapion, luego de unos minutos de silencio. "Tu conducta es en verdad inexplicable. Un ser pío, tranquilo y dulce como tú se agita en su celda como una fiera. Cuídate, hermano, de no escuchar las sugestiones del diablo, porque el espíritu maligno, irritado por saberte desde ahora consagrado al Señor, te ronda y hace el último esfuerzo por atraerte hacia él. En vez de dejarte abatir, querido Romualdo, hazte una hermosa coraza de plegarias y mortificaciones, y combate con fuerza a tu enemigo: sólo así vencerás. La prueba es necesaria a la virtud. Las almas más aguerridas han padecido momentos semejantes. Reza, medita, ayuna: el espíritu maligno se batirá en retirada".
El discurso del abad Serapion me ayudó a volver a encontrarme a mí mismo, y a restituirme un poco de calma.
"Venía a anunciarte tu nominación en la parroquia de C. Ha muerto el sacerdote que la tenía hasta ahora, y el obispo te ha designado para sucederle. Encuéntrate listo mañana."
Asentí con un movimiento de cabeza, y el abad me dejó de nuevo solo.
Abrí el misal y comencé a leer una plegaria, pero las palabras se me confundían ante los ojos, y el libro se me deslizó de la mano sin que yo hiciera nada para retenerlo.
¡Partir mañana, sin haberla visto de nuevo! Agregar una ulterior imposibilidad a todas las que ya se interponían entre nosotros. Perder para siempre la esperanza de encontrarla, de no ser por milagro. ¿Y si le escribiera? ¿A quién jamás podía confiarme, vestido como lo estaba de los sacros paramentos? Experimenté una angustia indecible. Me volvió a la mente lo que el abad había dicho de los ardides del diablo, lo raro de toda la aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonda, el resplandor fosforescente de sus ojos, el tacto ardiente de sus manos, la turbación en que me sumiera, la transfiguración que en mí se había operado, mi devoción que se deshiciera en un instante, todo probaba con claridad la presencia de Satanás y acaso aquella sedeña mano no fuese sino el guante que recubría su garra. Estos pensamientos me provocaron un inmenso terror: recogí el misal, y torné a orar.
Al día siguiente, Serapion vino a buscarme. Dos mulas aguardaban en la puerta, con nuestros escasos bagajes. Recorriendo las calles de la ciudad, escrutaba ansiosamente cada ventana, para ver si en ella aparecía Clarimonda, pero todavía era muy temprano, y la ciudad no había abierto aún los ojos. Mi mirada trataba de penetrar más allá de los cortinados que cubrían las ventanas de los palacios a lo largo de nuestro camino. Serapion debía sin duda atribuir este interés mío a la admiración por la elegante arquitectura de aquellos lugares, porque demoraba el paso de su cabalgadura para darme tiempo de ver todas las cosas.
Llegamos, al fin, a las puertas de la ciudad, y comenzamos a ascender la colina. Desde la cima, me volví una última vez para ver de nuevo los lugares en que vivía Clarimonda. La sombra de una nube cubría toda la ciudad. Los techos azules y rojos estaban dispersos en una media tinta general, sobre la que flotaban, con blancos copos de espuma, los humos de la mañana. Por un singular efecto óptico resaltaba, dorado por el único rayo de luz un edificio que sobrepasaba en altura a todas las construcciones cercanas, inmersas en la niebla y, aunque se encontraba en realidad a más de una legua de nosotros, me parecía muy próximo, y podía distinguir todos sus detalles.
"¿Cuál es aquel palacio iluminado por el sol?", pregunté a Serapion. Se resguardó de la luz con la mano y me contestó: "Es el antiguo palacio que el príncipe Concini ha regalado a la cortesana Clarimonda. Parece que es teatro de orgías monstruosas".
Justamente en aquel instante, fuese realidad o ilusión, me pareció advertir en la terraza una clara pequeña figura que resplandeció un segundo y en seguida se apagó. ¡Era Clarimonda ! ¿Sabía acaso que en ese mismo momento, desde lo alto de aquel áspero sendero que me alejaba aún más de ella, yo cubría con los ojos su casa, que un burlón juego de luces parecía poner al alcance de mi mano, casi invitándome a entrar en ella como señor? Ciertamente, ella debía saberlo: su alma era demasiado afín a la mía para no sentir mis propias turbaciones y era de seguro éste el sentimiento que la había incitado, aun envuelta en sus velos nocturnos, a salir a la terraza, al comenzar la mañana.
La sombra engulló también el palacio quedándome delante sólo un océano inmóvil de techos, además de los cuales no se distinguía sino una ondulación montañosa. Serapion estimuló a su mula, y la mía la siguió. Una curva del sendero quitó para siempre de mi vista la ciudad de S. a la que no debía ya volver.
Después de tres días de camino, a través de campos asaz desolados, vimos apuntar el gallo de la cima del campanario de la iglesia donde debía servir. Tras un sendero tortuoso, rodeado de cabañas y corrales, nos encontramos ante el edificio, que no era de magnífico. Un vestíbulo ornado con algunas nervaduras y dos o tres pilares de cerámica groseramente tallados, un techo de tejas y contrafuertes de arenisca igual al de los pilares, era todo. A la izquierda, el cementerio lleno de hierbas, con una gran cruz de hierro en el centro. A la derecha, a la sombra de la iglesia, el presbiterio, harto desnudo y mísero.
Era una casa de extrema sencillez, de una árida dignidad. Entramos. Algunas gallinas picoteaban sobre la tierra escasos granos de arena. Acostumbradas aparentemente al negro hábito de los eclesiásticos, en nada se extrañaron con nuestra presencia, y apenas se molestaron para dejarnos pasar.
Un ladrido flojo y enmohecido se escuchó, y vimos a un perro acercarse. El animal perteneció a mi predecesor. Tenía la mirada sin brillo, la pelambre gris y todos los síntomas de la más alta vejez que puede un perro alcanzar. Con ternura lo acaricié y él también se puso a caminar a mi lado con un aire de inexpresable satisfacción.
Una mujer, igualmente añosa, y que había sido la gobernanta del viejo cura, vino con prontitud a nuestro encuentro, y después de haberme hecho entrar en una sala baja, me preguntó si mi intención era conservarla.
Le respondí que yo la conservaría conmigo, tanto a ella como al perro y, también, a las gallinas, y a todo el mobiliario que su amo le había dejado a su muerte, lo que la hizo entrar en un estado de euforia. Por su parte, el abad Serapion pagó de inmediato el precio que ella pidió.
Arreglada mi estancia, el abad Serapion regresó al seminario. Por tanto, quedé solo y sin más apoyo que el mío propio. El recuerdo de Clarimonda volvió a obsesionarme y, a pesar de los esfuerzos que hice por rechazarlo, no siempre lo logré.
Una tarde paseando entre la alameda bordeada de boj del jardincillo, me pareció ver a través de la enramada una forma femenina que seguía todos mis movimientos, y el destello entre el follaje de dos iris verdes de mar; pero no era sino una ilusión; y tras pasar al otro lado de la alameda, no encontré nada más que la huella de un pies sobre la arena, tan breve que podía confundirse con la del pie de un niño. El jardín estaba rodeado por muy altas murallas; registré todas las esquinas y rincones, mas no había nadie. Jamás pude explicarme tales circunstancias que, por lo demás, no fueron nada comparadas con los extraños acontecimientos que me debían ocurrir.
Así viví más de un año, cumpliendo con exactitud las obligaciones de mi estado. Rezaba, ayunaba, consolaba y socorría a los enfermos, daba limosna hasta quedarme sólo con lo que satisficiera mis necesidades fundamentales.
Pero sentía en el fondo de mí una aridez extrema. Y las fuentes de la gracia se mantuvieron secas para mí. No gozaba de esa satisfacción que otorga el cumplimiento de una santa misión; mi ideal estaba más lejos, y las palabras de Clarimonda con frecuencia regresaban a mis labios como un refrán involuntario. ¡Oh, hermano, medita bien en esto!. Por haber levantado una sola vez la vista hacia una mujer, por una falta tan ligera en apariencia, padecí durante muchos años la agitación más miserable: mi vida se vio afectada para siempre.
No me detendré más en esta serie de desafíos y obre estas victorias interiores, seguidas siempre de las recaídas más profundas, y pasaré de inmediato a una circunstancia decisiva. Una noche, tocaron con violencia a la puerta. La vieja ama de llaves fue abrir, y un hombre de piel morena, ricamente vestido, se recortó en el umbral. Algo en su aspecto atemorizó al principio a la anciana, pero el hombre la tranquilizó y le dijo que había venido a buscarme para una tarea que incumbía a mi ministerio. Su dueña, una gran dama, se estaba muriendo, y deseaba un sacerdote. Tomé lo que era menester para la extremaunción, y me di prisa en seguirle. Ante la puerta resoplaban impacientes dos caballos negros como la noche y un cándido humo surgía de sus narinas. El hombre me ayudó a montar en uno de los dos corceles, y saltó sobre el otro. Apretó las rodillas y dejó libres las bridas de su caballo, que partió como una flecha. El mío lo siguió, devorando el camino. Veía la tierra desaparecer bajo nosotros, gris y surcada: los perfiles oscuros de los árboles huían a los costados como un ejército en derrota. Atravesamos un bosque tan sombrío y gélido que me corrió por la piel un escalofrío de terror supersticioso. Las centellas, que las herraduras de nuestros caballos arrancaban a las piedras, formaban tras de nosotros una estela de fuego, y si alguien hubiera podido vernos a mí y a mi guía en aquella hora de la noche, nos habría tomado por dos espectros a caballo de un íncubo.
La crin de los dos caballos se enmarañaba siempre más, arroyos de sudor corrían sobre sus flancos, pero cuando los veía extenuarse, el escudero, para reanimarlos, daba un grito gutural, que no tenía nada de humano, y la carrera recobraba aun mayor furia. El paso de nuestras cabalgaduras resonó más estrepitoso sobre un piso ferrado, y pasamos bajo una siniestra arcada oscura que se abría entre dos inmensas torres. En el castillo reinaba gran agitación: bandadas de domésticos, antorcha en mano, atravesaban el patio en todas direcciones, y luces diversas salían y bajaban lentamente. De modo confuso pude entrever inmensas arquitecturas, arcadas, columnas, rampas, un conjunto de construcciones digno de un palacio real.
Un pajecillo negro, el mismo que me diera la esquela de Clarimonda y que reconocí al instante, me ayudó a bajar de la silla, y un mayordomo, vestido de velludo negro, vino hacia mí. apoyándose en un bastón de marfil. Gruesas lágrimas le corrían de los ojos sobre la barba blanca. "¡Demasiado tarde!" , dijo, meneando la cabeza. "Demasiado tarde. Pero si no hizo a tiempo para salvar el alma, venga al menos a velar su cuerpo."
Me tomó de un brazo, y me condujo a la cámara mortuoria. Yo lloraba tanto como él, porque había adivinado que la muerta no era otra que mi Clarimonda, tan desesperadamente amada.
Me arrodillé, sin atreverme a mirar el catafalco que se encontraba en medio de la estancia, y me puse a recitar los salmos con fervor, agradeciendo a Dios haber puesto una tumba entro aquella mujer y yo, lo que me permitía citar en mi plegaria su nombre, ahora santificado. Pero poco a poco mi santo fervor disminuyó y comencé a fantasear. Aquella cámara no tenía nada de una cámara mortuoria. En vez del aire fétido y cadaverino que respiraba siempre en tales lugares, un lánguido perfume de esencias orientales, un no sé cuál afrodisíaco olor de mujer flotaba dulcemente en el aire tibio. La pálida luz de la estancia parecía más bien una iluminación sabiamente dispuesta para la voluptuosidad, que el lívido reflejo que de ordinario palpita cerca de un cadáver. Pensaba en el singular caso que me había hecho encontrar de nuevo a Clarimonda justamente en el momento en que la perdía por siempre, y un suspiro de pena escapó de mi pecho.
Me pareció sentir también un suspiro a mis espaldas, y me volví instintivamente. Era sólo el eco, pero en ese movimiento mis ojos cayeron sobre el catafalco que antes había tratado de no mirar.
Las colgaduras de damasco purpúreo dejaban ver a la muerta, extendida, con las manos juntas sobre el pecho. Estaba cubierta de una sábana de lino, de una blancura deslumbradora, que resaltaba aun más al lado del color sanguíneo de las colgaduras y tan sutil que no lograba ocultar nada del seductor relieve de su cuerpo. Antes bien se dijera una estatua de alabastro, o mejor, una joven durmiente sobre quien hubiera caído la nieve.
No podía contenerme más: aquel aire de alcoba me exaltaba, y yo caminaba a largos pasos por toda la estancia, parándome continuamente a contemplar la hermosa difunta, bajo la transparencia del sudario. Extraños pensamientos pasaban por mi mente. Me imaginaba que no estuviera realmente muerta, y que todo fuese una maña suya para atraerme al castillo y hablarme de su amor.
Y luego me dije: "¿Será de verdad Clarimonda? ¿Y qué prueba tengo de ello? El pajecito negro podría haber cambiado de amo. Soy un loco en desesperarme así". Me aproximé al lecho mortuorio, y miré con intensidad aún mayor la causa de mi tortura. ¿Debo confesarlo? La perfección de sus formas me turbaba más de lo que fuera el caso, y ese reposo era tan semejante a un simple sueño que cualquiera habría podido engañarse.
Olvidé que estaba en ese lugar para un servicio fúnebre, y me creí un esposo por vez primera en la cámara de la joven mujer que, púdica, se cubre el rostro. Trastornado por el dolor, arrebatado del gozo, temblando de temor y placer, me incliné hacia ella y levanté lentamente la punta del sudario, reteniendo la respiración por temor de despertarla. Era en efecto Clarimonda, como la viera en la iglesia el día en que había sido ordenado sacerdote: estaba seductora como entonces, y la muerte le agregaba sólo una coquetería complementaria. Permanecí largamente absorbido en aquella muda contemplación, y entanto más la miraba, menos podía convencerme de que la vida hubiera podido verdaderamente abandonar ese cuerpo estupendo. Le toqué ligeramente el brazo, estaba frío, pero no más que su mano cuando rozara la mía bajo el portal de la iglesia. ¡Ah! Qué amargo sentimiento de desesperación y de impotencia. Qué agonía aquella vigilia. La noche avanzaba y, sintiendo acercarse el momento de la separación eterna, no pude evitar la triste y suprema dulzura de poner un tenue beso sobre los labios de aquella que había tenido todo mi amor. ¡Oh prodigio! Una leve respiración se unió a la mía y los labios de Clarimonda respondieron a la presión de mi boca: sus ojos se abrieron, recobraron la luz, y ella, suspirando, separó los brazos y me los echó alrededor del cuello, con un aire de inefable éxtasis.
"Romualdo", me dijo con voz lánguida y dulce, como las vibraciones últimas de un arpa. "¿Qué haces? Te he esperado tan largamente que me he muerto. Pero somos prometidos. Podré verte y llegarme hasta ti. Adiós, Romualdo, adiós. Te amo y te ofreceré esta vida que tu reclamaste en mí por un instante con un beso. Hasta pronto."
Reclinó hacia atrás la cabeza, mientras sus brazos aún me ceñían. Un torbellino de viento abrió vivamente la ventana y entró en la estancia. La lámpara se extinguió y yo caí desvanecido sobre el pecho de la hermosa difunta.
Cuando volví en mí, me encontré tendido en mi lecho, en el pequeño dormitorio de mi presbiterio. La anciana ama de llaves se afanaba en la habitación con senil agitación, abriendo y cerrando gavetas, o mezclando polvillos en los vasos. Viéndome abrir los ojos, la anciana dio un gritito de alegría, pero yo estaba tan débil que no pude decir una palabra ni hacer gesto alguno. Supe luego que había permanecido en aquel estado durante tres días enteros, no dando otro signo de vida que una respiración casi imperceptible. El ama de llaves me refirió que el mismo hombre de la piel oscura que me viniera a buscar de noche, me había traído a la mañana siguiente en una litera, marchándose en seguida. Apenas pude discernir las ideas, repasé mentalmente todas las circunstancias de aquella noche fatal. Al principio pensé que quizás había sido víctima de una ilusión, pero la existencia de circunstancias reales y palpables destruyó bien pronto esta hipótesis. No podía creer que había soñado desde el momento que el ama de llaves viera cómo el hombre de los dos caballos negros, del cual recordaba cuanto me lo hizo extraño. Sin embargo, nadie sabía de la existencia en el dintorno de un castillo, semejante a aquél donde volviera a ver a Clarimonda.
Una mañana vi entrar al abad Serapion. Mientras me pedía noticias de mi salud, con tono hipócritamente meloso, fijaba en mí sus amarillas pupilas leoninas, y me hundía sus miradas como una sonda en el fondo del alma. Después, me hizo algunas preguntas sobre el modo como yo gobernaba mi parroquia, si me encontraba bien en ella, cómo empleaba mi tiempo libre, cuáles eran mis lecturas favoritas, y otras cuestiones insignificantes de este género. La conversación no tenía, es evidente, ninguna relación con aquello que en realidad él había venido a decirme. De pronto, sin preámbulo alguno, como si de improviso se hubiera acordado de algo que temiera olvidar, me dijo con voz clara y vibrante, que resonó en mis oídos cual las trompetas del Juicio Final:
"La cortesana Clarimonda murió días pasados tras una orgía de ocho días y ocho noches. Ha sido cosa fantástica e infernal. Se han repetido los hechos horripilantes de los festines de Baltazar y de Cleopatra. Los convidados eran servidos por esclavos de piel negra que hablaban una lengua desconocida y que, a mi entender, no son sino demonios. Sobre Clarimonda han corrido muchas extrañas leyendas, y todos sus amantes han terminado de manera mísera o violenta. Se ha dicho también que era una vampira. Pero para mí, es Belcebú en persona".
Calló, observándome aun más atentamente, como para ver el efecto que en mí tenían sus palabras. No había podido evitar un gesto, al sentir nombrar a Clarimonda, y turbación y terror se manifestaron en mi rostro, aunque yo hiciera de todo para dominarme. Serapion me lanzó una ojeada preocupada y severa. Luego me dijo: "Hijo mío, debo ponerte en guardia. Tienes un pie sobre un abismo: cuida de no precipitarte en él. Satanás usa de pacientes argucias, y las tumbas no siempre son definitivas. Sería necesario cerrar la piedra tumbal de Clarimonda con triple sello, porque parece que ésta ni siquiera es la primera vez que ha muerto. Dios vele sobre ti, Romualdo".
Y Serapion, volviéndome las espaldas, se marchó con lentitud.
Estaba completamente restablecido, y ahora había retomado mis funciones habituales. El recuerdo de Clarimonda y las palabras del viejo abad estaban siempre presentes en mi espíritu, a pesar de que ningún evento extraordinario hubiera venido a confirmar las funestas prevenciones de Serapion. Comenzaba a pensar que sus temores y mis terrores fueran excesivos, cuando una noche tuve un sueño. Apenas me había dormido, cuando sentí levantarse las cortinas de mi lecho.
Me levanté bruscamente y vi que una sombra femenina estaba ante mí. Reconocí en seguida a Clarimonda. Tenía en la mano una linternilla del tipo de las que se ponen en las tumbas, cuyo resplandor tornaba aún más transparentes sus dedos afilados. Por toda vestimenta tenía el sudario, cuyos pliegues retenía sobre el vientre como si se avergonzara de estar tan escasamente vestida; pero su pequeña mano no lograba por completo su intención. Era tan blanca que la albura del lienzo se confundía con la palidez de su carne bajo el tenue rayo de la lamparilla. Envuelta en aquel fino tejido que traicionaba todos los contornos de su joven cuerpo, se hubiera dicho más el marmóreo retrato de una antigua bañista que una mujer viva. Pero muerta o viva, estatua o mujer, sombra o cuerpo, su belleza era siempre la misma: sólo la luz verdosa de sus pupilas estaba levemente apagada y pálida su boca. Posó la lamparilla sobre la mesa y se echó a los pies del lecho, luego me dijo, inclinándose sobre mí, con aquella su voz al mismo tiempo argentina y aterciopelada que nunca sentí a nadie:
"Me hice esperar mucho, querido Romualdo: quizá pensaste que te había olvidado. Pero he debido venir de tan lejos, y de un lugar de donde ninguno retorna: no hay sol ni luna en el país del que vengo, ni espacio, ni sombra, ni sendero para el pie, ni aire para las alas, y sin embargo heme aquí: mi amor es más poderoso que la muerte y terminará por vencerla. Cuántos rostros mortecinos y terribles he visto en mi viaje. Con qué pena mi alma retornada a la vida por la fuerza de la voluntad, ha debido adaptarse de nuevo a mi cuerpo. Qué fatiga para levantar la tierra con que me habían cubierto. Mira: la palma de mis manos está martirizada. Bésala: sólo así la curarás, amor dilecto."
Me aplicó sobre los labios, una después de otra, sus frías palmas. Las bese muchas veces, mientras ella me miraba con una sonrisa de inefable complacencia.
Confieso para mi vergüenza que había olvidado completamente los consejos del abad Serapion, y mi propio hábito talar. Había caído sin oponer ninguna resistencia al primer asalto. Ni siquiera había intentado rechazar la tentación. La frescura que emanaba de la piel de Clarimonda penetraba en la mía, y sentía correr por mi cuerpo voluptuosos escalofríos. ¡Pobre niña! A pesar de todo lo que luego vi, me apena aún creer que fuese un demonio. Por lo menos no tenía ciertamente apariencia de tal, y Satanás nunca ha encubierto mejor sus astucias. Estaba echada sobre el costado de mi mala cama, en una actitud llena de espontánea coquetería, cada tanto me pesaba las manos entre los cabellos y formaba rizos como si quisiera probar el efecto, en torno a mi rostro, de diversos aderezos. Yo la dejaba hacer con la más culpable complacencia, mientras ella acompañaba sus gestos con la más seductora charla.
"Te amaba mucho antes ya de verte, querido Romualdo. Y te buscaba por todas partes. Te vi en la iglesia en aquel fatal momento y me dije en seguida: Qes élf. Cuán celosa estoy de Dios, a quien amas más que a mí. Qué infeliz soy. No tendré más tu corazón para mi sola, yo que por ti he forzado mi tumba y vengo a dedicarte mi vida, que he retomado sólo para hacerte feliz."
Cada frase era interrumpida por caricias delirantes, que me aturdieron al punto de que, para consolarla, osé proferir una blasfemia terrible y decirle que la amaba al menos tanto como a Dios. Inmediatamente sus pupilas se reavivaron.
"Es verdad. Me amas tanto como a Dios", exclamó abrazándome. "Desde el momento que es así, vendrás conmigo y me seguirás adonde yo vaya. Dejarás esos horrendos ropajes negros. Serás el más bello y el más envidiado de los caballeros, serás mi amante. ¡Nada malo es ser el amante confeso de Clarimonda, de aquella que rechazó a un Papa! Qué vida dulce y dorada llevaremos. Mi señor, ¿cuándo partimos?"
"¡Mañana! ¡Mañana!", grité en mi delirio.
"Esta bien, mañana", prosiguió Clarimonda. "Tendré así tiempo para cambiarme: el vestido que llevo es demasiado escaso, no conviene a un largo viaje. Necesito además avisar a mis servidores que aún me creen muerta. Dinero, ropajes, carruaje, todo estará pronto mañana. Vendré a buscarte a esta misma hora."
Me rozó apenas la frente con los labios, la lamparilla se extinguió, las cortinas se cerraron nuevamente, y no vi nada ya. Un sueño de plomo, un sueño sin pesadillas, me envolvió dejándome en la inconsciencia hasta la mañana siguiente. Me desperté más tarde que de costumbre, y el recuerdo de aquella singular aparición me perturbó durante todo el día. Terminé por persuadirme de que había sido fruto de mi exaltada imaginación. Sin embargo, las sensaciones habían sido tan vivas que me era difícil creer que no fueran reales, y no sin aprensión me metí en cama a la noche, después de haber rogado a Dios que me librara de todo perverso pensamiento, y protegiera la castidad de mi sueño.
Me dormí en seguida profundamente, y el sueño del día anterior se reanudó. Las cortinas se levantaron, apareciendo Clarimonda no ya diáfana en su blanco sudario, sino gaya y esplendorosa, en un soberbio vestido de velludo verde con recamados de oro. Sus rizos rubios escapaban de un amplio sombrero negro, recargado de blancas plumas; tenía ella en la mano una pequeña fusta con un chiflo de oro en la punta. Me tocó suavemente y me dijo: "¿Entonces, bello durmiente? ¿Es así cómo te preparas? Pensaba encontrarte levantado. Apresúrate, no hay tiempo que perder. Vístete y partamos."
Salté fuera del lecho. Ella misma me entregaba las ropas, sacándolas de un paquete que había traído, riendo de mi torpeza, e indicándome su justo uso, cuando, por la prisa, me equivocaba. Me peinó ella misma, presentándome luego un espejo. "¿Te place? ¿Quieres tomarme como tu camarera personal?"
No era ya el mismo, no me parecía al que era antes más de cuanto una estatua recuerda al bloque de piedra informe del cual ha sido sacada. Era hermoso, y mi vanidad se veía sensiblemente requerida por esta metamorfosis. Aquellas vestimentas elegantes, aquel rico jubón todo bordado, hacían de mí un personaje completamente distinto. El espíritu de mi ropa penetraba en mi piel. Di algunos pasos de aquí para allá en el aposento, para adquirir una cierta soltura de movimientos. Clarimonda me observaba, satisfecha de su obra: "Bien, basta ahora de niñerías, queridísimo Romualdo. Debemos ir lejos, es tiempo de ponerse en camino si queremos llegar". Me tomó de la mano, arrastrándome con ella. Todas las puertas se abrían ante ella, a su sola aparición.
En la puerta encontramos a Margaritone, el escudero que me hiciera de guía la primera vez. Tenía de la brida a tres caballos negros, uno para cada uno de nosotros. Esos caballos debían ciertamente haber nacido de yeguas fecundadas por el céfiro, porque corrían más veloces que el viento, y la luna, que se levantara en el momento de nuestra partida para iluminarnos, rodaba en el cielo como la rueda desprendida de un carro: la veíamos saltar de árbol en árbol y reforzarse para mantenernos detrás. Desde aquella noche en adelante mi naturaleza, en cierto sentido, se duplicó: había en mí dos hombres, uno de los cuales no conocía al otro. A veces me creía un sacerdote que todas las noches pensaba ser un joven señor, otras veces un joven señor que soñaba ser un sacerdote. No lograba ya distinguir el sueño de la vigilia y no sabía dónde comenzaba la realidad y dónde concluía la ilusión. El joven señor fatuo y libertino se burlaba del sacerdote, el sacerdote detestaba las acciones disolutas del joven señor. Dos espirales encajadas una en la otra, sin jamás tocarse no obstante, representarían bien la imagen de aquella vida bicéfala que fue la mía. A pesar de lo extraño de esta situación, no creo, sin embargo, haber rozado con la locura, ni siquiera un instante. Siempre conservé bien precisa la percepción de mis dos existencias. Sólo había un hecho absurdo que no lograba explicarme: o sea, el sentimiento de un mismo "yo" que podía subsistir en dos hombres tan diferentes. Era una anomalía de la que no me daba yo cuenta, sea que creyera ser el cura del villorrio de ***, o il signor Romualdo, amante reconocido de Clarimonda.
Quedaba siempre el hecho de que yo estaba, o creía estar, en Venecia. Aun hoy no he podido discernir bien cuánto hubo de realidad y cuánto de ilusión en esa extraña aventura. Vivíamos en un grandioso palacio de mármol sobre el Canal Grande, rico de estatuas y de frescos, con dos Tiziano de la mejor época en el dormitorio de Clarimonda. Teníamos a nuestra disposición una góndola y un batelero cada uno, nuestra cámara de música y nuestro poeta. Clarimonda entendía la vida a lo grande, y había algo de Cleopatra en su naturaleza. En cuanto a mí, llevaba una vida de príncipe, y levantaba polvareda como si perteneciera a la familia de uno de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la república serenísima; no hubiera dado marcha atrás en mi camino para ceder el paso al dogo, y no creo que, después de la caída celestial de Satán, haya habido persona más orgullosa e insolente que yo. Iba al Ridotto y jugaba lances infernales. Frecuentaba la mejor sociedad, hijos de papá, también arruinados, actrices, estafadores, parásitos y espadachines. Sin embargo, a pesar de las costumbres disolutas, permanecí fiel a Clarimonda. La amaba perdidamente. Ella había despertado la saciedad y detenido la inconstancia. Tener a Clarimonda era como gozar de veinte amantes distintas; como poseer todas las mujeres, tan movediza, voluble, multiforme, era ella: un verdadero camaleón. Hacía cometer con ella misma la infidelidad que se habría realizado con otras, asumiendo completamente el carácter, el talante y el tipo de belleza de la mujer que pareciera atrayente. Centuplicado, ella me devolvía su amor; y era en vano que los jóvenes patricios y aun los viejos del Concilio de los Diez le hicieran magníficas proposiciones. Hasta un Foscari se hizo llegar a ella para proponerle desposarse; ella rehusó del todo. Ella tenía suficiente oro y no deseaba más que el amor, un amor joven, puro, despertado por ella y que debía ser el primero y el postrero. Yo, a mi vez, hubiera sido perfectamente feliz de no ser por una pesadilla maldita y recurrente cada noche, que me hacía creer un cura de pueblo macerándose y haciendo penitencia por sus excesos diurnos. Asegurado por la costumbre. Tranquilizado por la costumbre de estar con Clarimonda, ni siquiera pensaba ya en el modo extraño en que nos habíamos conocido. Sin embargo, las palabras del abad Serapion regresaban a veces a mi memoria despertándome cierta inquietud.
Desde hacía cierto tiempo, la salud de Clarimonda era menos perfecta. Su tez cotidianamente palidecía más y más. Los médicos nada comprendían de su enfermedad, y no sabían qué hacer. Prescribieron remedios insignificantes, y no volvieron más. Pero ella continuaba palideciendo a ojos vista, y su piel era siempre más fría. Estaba blanca y casi amortecida como en aquella noche afamada del castillo desconocido. Me desesperaba verla languidecer así. Conmovida por mi dolor, ella me sonreía dulcemente con la expresión melancólica de quienes sabes que pronto deben morir.
Una mañana estaba yo desayunando a un costado de su lecho, por no dejarla sola ni un minuto. Mientras cortaba una fruta, me hice por casualidad un tajo bastante profundo en el dedo. La sangre brotó en seguida en rojo arroyuelo y algunas gotas salpicaron a Clarimonda. De inmediato sus ojos brillaron, su fisonomía asumió una expresión de salvaje alegría que nunca le viera. Saltó fuera del lecho con agilidad animal, como un gato o una mona, y se precipitó sobre mi herida, poniéndose a chuparla con voluptuosidad indecible. Sorbía la sangre a cortos tragos, lenta y gustosamente como un experto que saborea un Jerez o un vino de Siracusa. Entrecerraba los ojos: su redonda pupila verde se había vuelto oblonga. Cada tanto se interrumpía para besarme la mano, luego continuaba apretando sus labios sobre los labios de la herida, para tratar de hacer salir algunas gotas purpúreas más. Cuando vio que ya no salía sangre, se levantó, con los ojos húmedos y brillantes, más rósea que aurora de mayo, el rostro recompuesto, la mano tibia y húmeda, en suma, más bella que nunca y en perfecto estado de salud.
"No moriré más. ¡No moriré más!", gritó, loca de alegría, colgándose de mi cuello. "Mi vida está en la tuya, y todo lo que es mío viene de ti. Algunas gotitas de tu rica y noble sangre, más preciosa que cualquier elixir, me han devuelto a la vida."
Esta escena me dejó largamente meditabundo, suscitándome los más extraños pensamientos sobre Clarimonda. Esa misma noche, apenas el sueño me trajo de nuevo a mi presbiterio, volví a ver al abad Serapion, más grave y más preocupado que nunca. Me observó atentamente y me dijo: "No contento con perder el alma, ahora quieres perder también tu cuerpo. Joven infeliz, has caído en una trampa". El tono con que pronunció estas pocas palabras me tocó vivamente, pero aquella impresión no me duró mucho; numerosos cuidados disiparon mi atención de la escena. Sin embargo, una noche, en un espejo, cuya posición traidora ella no había calculado, vi que Clarimonda vertía un polvillo en la taza de vino aromatizado que acostumbraba prepararme al término de la cena. Tomé la taza, fingí llevarla a los labios, y luego la puse sobre un mueble, como si tuviera la intención de concluirla más tarde, pero apenas la hermosa me volvió las espaldas, la derramé rápidamente bajo la mesa. Fui después a mi cámara, y me tendí sobre el lecho, decidido a no dormir para darme cuenta de lo que sucediera. No debí esperar mucho. Clarimonda entró en camisa de noche y, desembarazándose de sus velos, se tendió junto a mí en el lecho. Se aseguró de que yo estuviera verdaderamente dormido, luego me desnudó un brazo y, quitándose de los cabellos un alfiler de oro, comenzó a murmurar:
"¡Una gotita, sólo una gotita, un puntito bermejo en mi alfiler! Ya que tu me amas todavía, no debo morir aún. Pobre amor mío, beberé tu hermosa sangre, tan brillante. Duerme, mi bien; duerme, mi dios; duerme, mi niño; no te haré ningún mal, no tomaré de tu vida más que aquello que me basta para que no se extinga la mía. Si no te amara tanto, podría servirme de las venas de cualquier otro amante, pero, desde que te conozco, todos el resto me repugna. Qué hermoso brazo, redondo, blanco. No me decido a punzar esta bella pequeña vena amor mío." Y mientras hablaba lloraba, y yo sentía sus lágrimas caerme sobre el brazo. Finalmente se decidió, me hizo una pequeña incisión con el alfiler, y se puso a chupar la sangre que brotaba. Apenas hubo sorbido algunas gotas, el temor de agotarme la indujo a ponerme un pequeño emplasto, luego de haber frotado la herida con un ungüento que la cicatrizó inmediatamente.
Ya no podía dudar, el abad Serapion tenía razón. Sin embargo, a pesar de la certeza, no podía impedirme amar a Clarimonda, y le hubiera dado con gusto toda la sangre que necesitaba para prolongar su artificial existencia. Por otra parte, ni siquiera sentía gran temor. La mujer frenaba a la vampiro; y lo que había visto y escuchado, lo demostraba por completo; tenía, además, venas copiosas que no podían agotarse tan pronto, y no me sentía dispuesto a regatear mi vida gota a gota. Hasta me hubiera abierto por mí mismo las venas, diciéndole: "Bebe, y que mi amor se inflitre en tu cuerpo con mi sangre". Evitaba aludir al narcótico y a la escena del alfiler, y nuestra unión se mantenía perfecta. Sólo mis escrúpulos de sacerdote continuaban atormentándome como nunca, y no sabía cuáles nuevas maceraciones inventar para dominar y mortificar mi carne. Aunque todas estas visiones pudieran ser involuntarias, y yo no fuera culpable de ellas, no me atrevía a tocar a Cristo con las manos tan impuras y un con un espíritu impregnado por libertinaje semejante, real o producto del sueño. A fin de evitarme el caer en poder de aquellas penosas alucinaciones, me obligaba a no dormir, teniendo mis párpados abiertos con los dedos, y permanecía de pie, apoyado en las paredes, luchando con todas mis fuerzas contra el sueño. Pero la arenilla del amodorramiento me irritaba los ojos muy pronto y, viendo inútil toda lucha dejaba caer los brazos con desánimo y cansancio, y de nuevo me arrastraba la corriente hacia aquellas pérfidas riberas. Serapion me dirigía las exhortaciones más enérgicas, y me reprochaba mi flaqueza y escaso fervor. Un día que estaba más inquieto que de costumbre, me dijo: "Para librarte de esta obsesión no hay más que un remedio, y; aun cuando sea extremoso convendrá adoptarlo. Sé dónde ha sido sepultada Clarimonda. Es necesario desenterrara, y que veas en cuál estado lastimoso se encuentra el objeto de tu insano amor. Ya no te sentirás tentado de perder el alma por un inmundo ser, devorado por los gusanos, próximo a deshacerse en polvo. Volverás de seguro en ti, después de esta experiencia". Estaba tan enervado por aquella doble vida que accedí. Quería saber de una vez por todas quién, entre el sacerdote y el joven señor, era víctima de una ilusión. Estaba decidido a matar en provecho del uno o del otro, a uno de los dos hombres que vivían en mí, o también a aniquilar a ambos, porque semejante vida no podía durar.
El abad Serapion se proveyó de una azada, una leva y una linterna y a medianoche fuimos al cementerio de *** cuya disposición conocía al dedillo. Después de haber iluminado varias lápidas con la linterna, llegamos finalmente a una piedra semioculta por las hierbas, y devorada por el musgo y las plantas parásitas, sobre la cual desciframos el comienzo de una inscripción:
Aquí yace Clarimonda
La más bella de las mujeres
que cuando vivió...
"Es justamente aquí", dijo Serapion, y posando en tierra la linterna, introdujo la leva en la fisura terminal de la piedra, y comenzó a levantarla. La piedra cedió, y él comenzó a trabajar con la azada. Le miraba hacer, más sombrío y silencioso que la noche. En cuanto a él, doblado sobre su macabra tarea, estaba bañado en sudor, jadeaba, y su afanosa respiración parecía el estertor de un agonizante. Era un extraño espectáculo, y quien nos hubiera visto, nos tomara por profanadores o ladrones de sudarios, antes que por dos sacerdotes. El celo de Serapion tenía algo de duro y salvaje que lo tornaba más semejante a un demonio que a un apóstol, y su rostro de grandes rasgos austeros, profundamente marcados por el reflejo de la linterna, no tenía nada de tranquilizador. Sentía un sudor helado correrme por los miembros; los cabellos se erizaban en mi cabeza; en lo íntimo de mí mismo veía el acto del austero Serapion como un abominable sacrilegio, y hubiera querido que de las nubes oscuras que rondaban pesadamente sobre nosotros surgiera un triángulo de fuego que lo redujese a polvo. Los búhos, encaramados en los cipreses, inquietados por el resplandor de la linterna, venían a batir pesadamente contra el vidrio sus alas polvorientas, emitiendo penosos gemidos. Los lobos aullaban a lo lejos, y mil ruidos siniestros laceraban el silencio. Finalmente, la azada de Serapion golpeó el ataúd, y se escucharon resonar sus tablas con un rumor seco y sonoro, ese espantoso rumor sordo que sale de la nada cuando se la roza. Serapion abrió la tapa, y vi a Clarimonda, blanca como el mármol, juntas las manos. El albo sudario la envolvía como único ropaje. Una pequeña gota roja parecía una rosa en la comisura de su pálida boca. Serapion, al verla, se enfureció: "Hete aquí, demonio, cortesana desvergonzada, bebedora de sangre y de oro". Asperjó con agua bendita el cuerpo y el ataúd, y con el hisopo trazó una señal de la cruz. La pobre Clarimonda, apenas salpicada por el santo rocío, se deshizo en polvo. No quedó más que una mezcla informe de cenizas y huesos medio calcinados. "He aquí tu amante, señor Romualdo", dijo el inexorable presbítero mostrándome esos tristes despojos, "¿aún te aún estaríais tentado por dar un paseo por el Lido y Fusina con vuestra belleza?" Bajé la cabeza. Una gran ruina se hizo en mi interior. Volví a mi presbiterio, y el señor Romualdo, amante de Clarimonda, se apartó del pobre sacerdote, con quien durante tanto tiempo había tenido una tan singular compañía. Sólo la noche siguiente a Clarimonda; me dijo como la primera vez en el portal de la iglesia: "Desdichado, ¿qué has hecho? ¿Por qué escuchaste a ese sacerdote imbécil? ¿No eras acaso feliz conmigo? ¿Qué daño te había hecho para darte el derecho de violar mi tumba miseranda y poner al desnudo las miserias de mi nada? toda comunicación entre nuestras almas y nuestros cuerpos está por siempre rota. Adiós. Me extrañarás".
Se deshizo en el aire como niebla, y no la volví a ver nunca más. Por desgracia, dijo la verdad. La he llorado más de una vez, y la lloro todavía. He ganado la paz del alma a bien caro precio. El amor de Dios no fue luego sobrado para remplazar al suyo. "Ésta es, hermano, la historia de mi juventud. No mire jamás a una mujer, y camine con los ojos bajos, porque, por casto y tranquilo que usted sea, basta un minuto para perder la eternidad."
La Muerta Amorosa. Teophile Gautier
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1 Soñadores han dejado un comentario:
Muy buen relato y muy interesante blog, voy a volver seguido.
Saludos
Renate
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